“Diez ladridos para la tristeza”

Era una tarde de esas en que el cielo parece un pañuelo gris mal planchado. Ella estaba en el sofá, mirando nada, como si la nada fuera un espejo.

Yo, que soy su perro —aunque eso de su siempre me ha parecido un tecnicismo—, la observaba desde el suelo. Tenía las manos metidas entre las piernas, el gesto fruncido, y una tristeza que olía más fuerte que el detergente.

No sé exactamente qué les pasa a los humanos:

Cuando se les encoge el alma, pero sí sé cuándo ocurre. Se nota en la manera en que dejan de hablarle al café por las mañanas y en cómo cierran las ventanas, aunque no haga frío. Así que decidí ladrarle bajito, de esa forma que no molesta pero que dice “mírame, que tengo algo importante que contarte”.

—Eh, humana —le dije, y juro que me entendió, aunque fingió sorpresa—. No te pongas así, anda. Yo sé unas cuantas cosas sobre la felicidad. No por listo, sino por perro. Le moví el rabo, me subí al sofá sin permiso y le lamí la cara como si fuera un papel con restos de mermelada.

Y entonces empecé mi sermón de can, que no es poco.

Primera recomendación: duerme como yo. Sin culpa, sin miedo, sin agenda. Si el cuerpo te pide siesta, hazle caso. No hay pensamiento triste que aguante una buena cabezada.

Segunda: cuando salgas a la calle, no camines: olfatea. Mira las hojas, huele el aire, toca los árboles. Los humanos vais tan deprisa que os perdéis los anuncios de la vida: los charcos con arcoíris, los ladridos de lejos, la señora que riega las flores con música.

Tercera: come despacio. Saborea. A mí me encanta el pienso, y no porque sea gourmet, sino porque cada bolita me recuerda que estoy vivo y tengo dientes.

Cuarta: no te encierres cuando llueve. Sal igual, aunque te mojes. El agua limpia más que la piel, te lo prometo.

Quinta: júntate con los tuyos, pero solo con los que te huelan bien de verdad. Hay personas que huelen a cansancio y otras que huelen a abrazo. Quédate con las segundas.

Sexta: muévete. Corre, aunque no tengas a dónde ir. Persigue algo, lo que sea: una pelota, una idea, un recuerdo bonito.

Séptima: si cometes un error, agacha las orejas un rato, pero luego vuelve a levantar el rabo. A nadie le sirve un perro que se queda eternamente castigado.

Octava: cuando alguien te acaricie, no pienses en cuánto durará. Disfrútalo como si fuera eterno, que en cierto modo lo es.

Novena: no guardes rencor. Yo me olvido de tus enfados en tres minutos. No porque sea tonto, sino porque prefiero espacio libre para lo bueno.

Décima: cada noche, antes de dormir, da gracias por algo. Por pequeño que sea. Por el olor de la tostada, por un rayo de sol, por mí. Sobre todo, por mí, que te quiero incluso cuando no te quieres tú.

Ella me escuchaba:

Con esa mezcla de ternura y asombro que ponen los humanos cuando creen que los perros somos sabios. Pero no lo soy. Solo tengo el corazón descalzo y el alma llena de barro fresco.

Al final sonrió, y el aire cambió de color. Me acarició detrás de la oreja —mi lugar favorito del mundo— y me dijo:

—Gracias, pequeño. No sabía que supieras tanto.

Yo cerré los ojos, satisfecho. Si los perros sirviéramos para algo más que dar compañía, sería justo para esto: recordarles a los humanos que la felicidad no se busca, se huele. Y a veces, si prestan atención, hasta se deja lamer un poquito.