Martes: “El tablero de los gestos mínimos”

A veces me descubro esperando el gran movimiento, esa jugada maestra que cambie todo: el ascenso, la disculpa, el amor perfecto, la paz mundial.

Y mientras tanto, el día pasa como un tren que no espera a nadie. Me sorprendo planeando castillos de oro mientras tengo el mate frío entre las manos. Qué ironía: uno pasa media vida mirando hacia el horizonte, sin darse cuenta de que la felicidad —esa cosa tan promocionada— suele esconderse detrás de lo cotidiano, en los silencios bien hechos y las miradas que no juzgan.

La obsesión por lo grande

Nos han enseñado a buscar lo épico. Queremos hacer “algo importante”, dejar una huella, una historia digna de ser contada. Pero la mayoría de los días no tiene música de fondo ni aplausos. La vida, si se la observa con cariño, es más un montón de piezas pequeñas que una obra monumental.

El problema es que despreciamos lo diminuto: el saludo al vecino, la paciencia con el cajero, la respiración que nos rescata antes de una respuesta violenta. Nos parece que nada de eso cuenta, que lo valioso está en lo que brilla. Sin embargo, si uno afina la mirada, descubre que todo lo que somos se sostiene en esos gestos microscópicos.

Yo mismo he caído en esa trampa: esperar que cambie el otro, que mejore el clima, que el destino se acomode. Como si la paz dependiera del comportamiento ajeno. Pero no, la cosa empieza en uno, en la manera en que camino cuando tengo prisa, en cómo miro al que me molesta, en la forma en que respiro cuando el día se vuelve estrecho.

El arte de empezar por uno

No es una revelación mística, es un ejercicio.

Una práctica de andar por casa: respirar con atención, sonreír sin sarcasmo, elegir la palabra más amable incluso cuando el cuerpo pide revancha. Me gusta pensar que eso también es una forma de revolución, una silenciosa.

Porque, si lo pensamos bien, casi todas las guerras —las personales y las globales— nacen de una reacción mal gestionada, de un ego que se sintió ofendido. Y cada reconciliación verdadera empezó con alguien que decidió dar un paso atrás, no por cobardía, sino por amor propio.

La armonía, al final, es contagiosa.

Si caminas con calma, el ruido se disuelve un poco. Si sonríes con honestidad, muchas veces el otro baja la guardia. Si respiras profundo antes de contestar, el universo entero parece suspenderse un segundo para darte espacio.

El final del juego

Pienso en el tablero de ajedrez.

En el rey y el peón que terminan acostados en la misma caja de madera cuando todo acaba. Ninguno se lleva la gloria ni la derrota, solo la experiencia de haber jugado.

Quizás la enseñanza esté ahí: después de tanto mover piezas, de tanto calcular y conquistar, lo que queda es la forma en que jugamos. La elegancia con la que avanzamos o caemos.

La vida no se mide por las coronas ganadas, sino por la ternura con que movimos cada pieza.

Porque, cuando el juego termina, todos volvemos al mismo silencio… y solo queda el eco de cómo respiramos mientras duró la partida.