“Las que todavía están de pie”

Nélida

A las seis de la mañana, cuando el barrio todavía bosteza, Doña Nélida pone la pava en el fuego. No porque tenga apuro, sino por costumbre. Dice que el silencio antes del primer mate es el único momento del día en que nadie le pide nada. Vive en Lomas, Argentina, y a los setenta y tres todavía barre la vereda como si barrer el tiempo fuera posible. Nélida tiene la cadera gastada, la rodilla que hace “cloc” cada vez que sube un escalón, y una pensión que se estira como chicle hasta el veinte del mes. Pero sonríe. “Mientras pueda cebar el mate sola, no soy vieja”, dice. En realidad, le preocupa otra cosa: que un día sus manos se olviden de cómo hacerlo.

¿De qué se arrepiente?: de haber callado tanto. De no haberse animado a decir “no” cuando todavía tenía fuerzas, y de haber puesto siempre a todos antes que a ella. “A veces pienso —susurra— que confundí el amor con la obligación.”

Teodora

En Perú, Doña Teodora vive en un pueblito cerca de Huancayo. Sus manos también tiemblan, pero de frío. A los sesenta y ocho, cultiva papas en una tierra que aprendió a amar y a sufrir a la vez. Tiene una radio que habla más que sus hijos y una vecina que la visita cada dos domingos. “La soledad no duele si uno la acostumbra”, dice. Aunque en las noches, cuando el viento silba y la leña se apaga, se pregunta si la costumbre es otra forma de tristeza.

¿De qué se arrepiente?: de no haber viajado más allá de los cerros. De haberse convencido de que su vida debía quedarse en el mismo paisaje. “Tal vez si hubiera salido, habría aprendido que el mundo no termina donde acaba el camino de tierra”, dice mirando la montaña, como quien le pide permiso al pasado.

Pilar

En España, Pilar camina por la rambla con paso lento pero digno. Setenta y uno, viuda, jubilada de enfermera. A veces, en la panadería, la saludan con ese tono condescendiente que la irrita: “¿Cómo está, abuela?” Y ella piensa que todavía no se siente abuela de nadie, ni siquiera de sí misma. A Pilar la preocupa su rodilla, sí, pero más le preocupa el silencio de la casa desde que su marido no está. Se ha apuntado a un taller de cerámica, no tanto por la arcilla, sino por las risas de las otras mujeres.

¿De qué se arrepiente?: de no haber bailado más. De haberse tomado tan en serio la vida, los turnos, los horarios. “Creí que ser responsable era lo más importante… y me olvidé de disfrutar lo simple. Hoy bailo, aunque me duelan las piernas, para recuperar el tiempo que no supe vivir.”

Mercedes

En Colombia, Doña Mercedes cuida a sus tres nietos. Tiene sesenta y cinco, y un cansancio que no se mide en horas sino en huesos. Dice que no le alcanza la plata ni el aire. Trabajó toda la vida en casas ajenas y ahora vive en la suya, que se le cae a pedazos. Pero cada mañana se pinta los labios de rojo. “Es pa’ no olvidarme de que soy mujer”, dice. Su espejo le devuelve arrugas y orgullo, un retrato de resistencia doméstica.

¿De qué se arrepiente?: de haberse olvidado de sus propios sueños. “De joven quería estudiar, poner un negocio, tener algo mío… pero siempre trabajé para otros. Hoy me arrepiento de no haberme creído capaz.” Luego sonríe, porque sabe que aún puede enseñarle a su nieta que sí se puede.

Cuatro mujeres:

En cuatro países distintos, pero si se cruzaran en una misma mesa —pongamos un café imaginario en el medio de América Latina— se reconocerían sin hablar. Compartirían esa mirada que solo tienen las que sobrevivieron a la vida sin hacer ruido.Hablarían de los hijos, los nietos, de los precios, de los achaques, pero entre mate, café y arepa, se deslizaría algo más profundo: el miedo a desaparecer en silencio. Porque no se trata solo de pensiones ni rodillas; se trata de seguir siendo parte del mundo.

Nélida contaría que la jubilación no alcanza. Teodora hablaría del invierno. Pilar, del taller de cerámica y del olor a pan. Mercedes, de las risas de los niños que la devuelven al presente. Y todas coincidirían en algo: que el cuerpo envejece más lento cuando alguien las escucha.

Si las miraras de lejos, parecerían mujeres distintas. Pero si las escuchás de cerca, tienen la misma voz. Esa voz que dice: “Todavía estoy acá. Todavía sé amar, cocinar, reírme. No me archiven.” Cuando cae la tarde, cada una regresa a su casa. Nélida apaga la radio, Teodora enciende la leña, Pilar acomoda los pinceles, Mercedes se pinta de nuevo los labios. Y el mundo, sin darse cuenta, sigue de pie gracias a ellas.