El domingo: frontera del alma
El domingo no trabaja, pero piensa. Late despacio, como si el mundo se quitara los zapatos. El reloj bosteza. Las calles se olvidan del ruido. Y en los cuerpos, algo calla. Algo recuerda. Mi amiga Mercedes me lanzó un reto: escribir sobre el domingo. Y aquí estoy, un lunes cualquiera, tratando de atrapar al único día que no se deja atrapar. Porque el domingo no se deja: se escurre entre las manos como un pez dormido.
El domingo es frontera.
Ni del todo descanso, ni del todo movimiento. Un puente colgante entre el deseo de salir y la necesidad de quedarse. Los que huyen de su silencio inventan ruido. Los que se quedan lo escuchan hasta oírse por dentro.
En ese territorio incierto, la casa cambia de piel.
De lunes a sábado es funcional, obediente, servicial. El domingo se vuelve templo. Las paredes respiran memorias. El sofá es altar. El cuerpo deja de ser herramienta: vuelve a ser presencia.
Entonces aparece el ocio, esa palabra sospechosa.
Nos enseñaron que no hacer nada es perder el tiempo. Pero el domingo sabe otro idioma: el del pulso propio. Descansar, en un mundo que idolatra el rendimiento, es un acto de rebelión. El ocio, cuando no es vacío, es regreso. Volver a habitarse, volver a sentir que uno existe más allá de lo útil.
Pero el ocio tiene un fantasma: la culpa.
Esa voz que pregunta qué hacemos con las horas cuando no hay nada que hacer. El silencio puede doler más que el ruido. Revela lo que escondimos entre semana: los miedos viejos, los deseos postergados. Por eso muchos corren hacia afuera: a los parques, a las plazas, a los centros comerciales. Buscan apagar el eco interior con el murmullo de los otros. Y está bien. También el afuera consuela. También la multitud puede ser refugio.
El domingo es una pequeña muerte.
Se apagan las luces de la semana, se suspende el ritmo, se revela el paso del tiempo. Cada domingo lleva la memoria de todos los finales. Y su melancolía no es tristeza, sino conciencia: recordatorio de que todo lo vivo también se detiene. Algunos pueden habitar esa lentitud sin miedo. Otros sienten que el vacío los destierra. Unos se salvan adentro, otros afuera. Nadie tiene la fórmula. Solo el pulso, ese ritmo que cada uno aprende a su manera.
El domingo nació sagrado y terminó domesticado.
Era día del alma, y la modernidad lo volvió consumo. Descansamos comprando, viajando, acumulando experiencias como si fueran trofeos contra el vacío. Pero aún queda un resquicio de su antiguo poder: esa grieta por donde entra la conciencia. El domingo enseña a morir sin tragedia. A dejar ir la semana, los mandatos, los disfraces. Y en esa muerte breve, algo renace en lunes: la certeza de que vivir también es detenerse.
Entre el adentro y el afuera, entre la culpa y la calma, el domingo nos ofrece un espejo. Nos invita a cruzar la frontera con los ojos abiertos, y a entender, por fin, que cada pausa es una forma secreta de seguir viviendo.
