“Los hijos del Renacimiento: entre el pincel y el veneno”
Siempre me fascinó la historia. Es un territorio lleno de acontecimientos, acciones y decisiones que, cuanto más leo, más noto que se repiten con distintos disfraces. Hoy, sin embargo, la gente dice no tener tiempo para leer —como si el tiempo fuera un lujo y no el suelo que pisamos—. Pero curiosamente, esas mismas personas repiten una frase que parece un conjuro vacío: “la historia siempre se repite”. Y de eso va este artículo:
Entre 1450 y 1550, Italia respiró el aire más hermoso y podrido de Europa
Fue el siglo en que los hombres aprendieron a pintar el alma, a tallar la carne de Dios y a vender ambos al mejor postor. Lo llamaron Renacimiento, como si fuera una resurrección, pero en realidad fue una resaca divina.
Italia olía a incienso y a pólvora
En las iglesias se dibujaban vírgenes tan humanas que parecían pecadoras, y en los burdeles se discutía sobre Aristóteles. Florencia, Milán, Venecia, Nápoles, Roma: cada ciudad era un pequeño universo que giraba sobre sí mismo, un pedazo de paraíso administrado por demonios con buenos modales.
En medio de esa confusión celestial, apareció Rodrigo Borgia
Un valenciano con la sonrisa de un comerciante y la fe de un contable. Compró votos, bendiciones y silencios, y en 1492 se sentó en el trono de San Pedro bajo el nombre de Alejandro VI. Fue un papa que amó tanto al mundo que tuvo que pecar para comprenderlo. Decía que servía a Dios, pero todos sabían que servía a su familia.
Sus hijos fueron su legado y su maldición
Lucrecia Borgia, la muchacha que la historia disfrazó de veneno, fue en realidad una diplomática nacida en un siglo que no creía en las mujeres. A su lado, su hermano César, la encarnación misma del poder sin disculpas: bello, implacable, feroz. Quiso unificar Italia con espada y estrategia. Maquiavelo lo miró actuar y tomó apuntes. Así nació El Príncipe, manual eterno de los que prefieren la eficacia a la moral.
Mientras tanto, en Florencia
Un hombre de apellido sonoro, Lorenzo de Médici, ejercía el poder con la elegancia de un poeta y la astucia de un banquero. Financiaba artistas como quien financia templos: Leonardo, Miguel Ángel, Botticelli… Todos comieron de su oro y bebieron de su ambición. Lorenzo comprendió que el arte podía redimir pecados más rápido que una oración. Su familia inventó la banca moderna y la estética del poder: un cuadro bien colgado podía salvar un alma o encubrir un crimen.
En Milán, los Sforza:
Hacían y deshacían alianzas con la precisión de un cirujano y la moral de un tahúr. Ludovico “Il Moro” conspiraba de día y soñaba con ser emperador de noche. La política era una partida de ajedrez jugada con espadas, venenos y amantes.
Así era Italia:
Un tablero dividido, una sinfonía de traiciones. Roma, Florencia, Venecia, Nápoles, Génova… cada reino soñaba con ser el centro del mundo, mientras el pueblo seguía barriendo las calles bajo frescos que glorificaban la eternidad. La palabra “Italia” aún no existía. Solo había ciudades-estado, ejércitos privados y una corte celestial de banqueros, mercenarios y pintores.
Pero el paraíso se volvió campo de batalla:
Cuando, en 1494, el rey Carlos VIII de Francia decidió cruzar los Alpes para reclamar el Reino de Nápoles como suyo. Decía tener derechos dinásticos; en realidad, tenía hambre de gloria. Llegó con un ejército moderno, cañones que rugían como dragones y la ilusión de ser un nuevo cruzado. Florencia se rindió, Roma tembló, y Nápoles cayó como una fruta madura. Por un instante, el sur de Italia habló francés.
Sin embargo, aquel sueño duró menos que un vino abierto
Rodrigo Borgia —el Papa Alejandro VI— unió fuerzas con los Reyes Católicos de España, los Sforza de Milán, Venecia y el Emperador del Sacro Imperio, creando la Liga de Venecia. Una coalición de santos, banqueros y traidores que expulsó a los franceses en apenas un año. Carlos VIII huyó dejando atrás cañones, amantes y cadáveres diplomáticos.
Pero la semilla estaba sembrada
Las Guerras Italianas (1494–1559) convirtieron la península en un tablero de ajedrez entre Francia y España, y el sueño del Renacimiento se tiñó de pólvora. Décadas más tarde, los españoles, bajo Fernando el Católico y su general Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, vencieron definitivamente a Francia. Nápoles pasó a manos españolas, y el sur de Italia quedó bajo su dominio por más de dos siglos.
Así terminó la ilusión de independencia italiana:
Conquistada entre pinceles, bulas y espadas extranjeras. Los papas bendecían lo inevitable, los banqueros lo financiaban, y los artistas —ay, los artistas— seguían pintando vírgenes para no mirar las ruinas. Y sin embargo, fue la época más luminosa del espíritu humano. Entre tanto pecado se inventó la belleza moderna. El hombre se atrevió a mirar al cielo sin miedo y a dibujar lo que veía: no ángeles, sino a sí mismo. La fe se volvió geometría; la redención, perspectiva.
Cinco siglos después, el eco no ha muerto:
Hoy los Borgia llevan trajes de ejecutivo, los Médici manejan fondos de inversión, los Sforza publican discursos en conferencias sobre liderazgo. La corrupción ya no necesita incienso: le basta una conexión segura y una sonrisa digital. El arte no está en las capillas, sino en los algoritmos. Los nuevos Leonardo diseñan inteligencia artificial, los nuevos Miguel Ángel retocan rostros en pantallas. Cada “me gusta” es una indulgencia; cada clic, un pequeño pacto con el poder.
El Renacimiento fue el siglo en que el hombre quiso reemplazar a Dios. El XXI, el siglo en que el hombre quiso reemplazar la realidad. Ambos lo lograron a medias. La belleza sigue siendo el disfraz más elegante del pecado. La política, una misa de oportunistas. Y el arte, esa vieja excusa para seguir creyendo que somos mejores de lo que somos.
Si uno camina hoy por Roma al atardecer:
Puede escuchar los ecos de entonces: el rumor de los mercaderes, las risas de las cortesanas, el choque de copas entre cardenales. Los muros del Vaticano siguen oliendo a secreto, y tal vez —quién sabe— el espíritu de Lucrecia aún brinde por nosotros desde algún balcón florentino, viendo cómo repetimos los mismos errores, pero con mejores trajes y luces LED. Porque el Renacimiento nunca terminó. Solo cambió de siglo, de idioma, de pantalla. Seguimos renaciendo, día a día: un poco más bellos, un poco más corruptos, un poco más humanos.
