Tiempos modernos
En estos tiempos modernos —si es que aún se les puede decir “tiempos”—, ser bueno, o tratar de hacer el bien, es casi un acto de rebeldía.
Lo digo sin dramatismo:
La bondad hoy cotiza bajo, y quien insiste en practicarla corre el riesgo de ser declarado idiota en la primera asamblea de los cínicos. Porque ahora todo el mundo anda con la armadura puesta: el que sonríe mucho oculta algo, el que ayuda debe tener un interés, el que perdona es un ingenuo, y el que confía… bueno, ese directamente se merece el trofeo al más tonto del mes.
Sin embargo, acá estoy.
En la fila de los que todavía creen que el corazón tiene mejor puntería que la razón. Me han dicho de todo: que soy blando, que no entiendo “cómo funciona el mundo”, que la vida es una selva y hay que morder primero. Pero no sé, yo no vine a este planeta a andar mordiendo gente. Vine a intentar no convertirme en otro depredador con traje.
Porque lo he visto:
Los que solo piensan en sí mismos terminan rodeados de espejos. No de personas, de espejos. Se miran, se aplauden, se justifican… y un día descubren que no hay nadie más en la habitación. El egoísmo es una trampa brillante: promete libertad, pero te deja encerrado contigo mismo. Y créanme, no hay celda más fría que esa.
Elijo otra cosa.
No me avergüenza decir que todavía creo en el bien. Que me conmueve la gente que ayuda sin cámaras, los que piden perdón, aunque nadie se los exija, los que todavía lloran frente a una injusticia. No los considero débiles, los considero humanos. Y eso, en esta época de filtros, algoritmos y corazones en pausa, ya es casi un milagro.
Me niego a creer que la empatía sea una enfermedad.
Que el honor esté en desuso como una vieja moneda. Que la compasión sea un lujo para los crédulos. Prefiero seguir siendo ese tonto que da los buenos días al colectivero, que se emociona con un abrazo, que se queda pensando después de una charla honesta.
Quizás no sea el más práctico.
Pero hay algo que los prácticos no entienden: que la vida no se trata solo de ganar. Se trata de no perderse. Y uno se pierde cuando deja de sentir, cuando se vuelve inmune al dolor ajeno, cuando confunde dureza con fortaleza.
Así que sí: pueden llamarme ingenuo, romántico, anticuado o como quieran. Pero en un mundo que aplaude la indiferencia, yo elijo seguir siendo un poquito blando. Porque, aunque el cinismo tenga mejor marketing, la bondad sigue siendo el último refugio de los que no se rinden.
Y al final del día —cuando se apagan las pantallas y el ruido baja— no gana el más fuerte, ni el más rápido, ni el más astuto. Gana el que puede dormir tranquilo. Y ese, créanme, casi siempre es el tonto.
