El amor prohibido de la señora Mónica

La señora Mónica nunca fue una mujer de sobresaltos. Treinta años de matrimonio, tres hijos criados, dos nietos y un perro que ya no ladraba si no era estrictamente necesario. La rutina era su idioma: los mismos horarios, las mismas marcas, los mismos silencios con Ricardo, su marido, que ya eran casi parte del mobiliario.

Un martes

Hasta que un martes, día de ofertas en lácteos, el destino —que a veces se disfraza de supermercado— decidió despertarla. Ella estaba frente a los yogures descremados, tratando de decidir entre “0% grasa” y “con probióticos”, cuando escuchó una voz detrás de ella:

Disculpe… ¿estos son sin azúcar o sin sabor?

Mónica se dio vuelta y lo vio: un hombre con barba de tres días, sonrisa torpe y una mirada que parecía de domingo. No de esos domingos de lavar el auto, sino de los que huelen a siesta. Ella rió. Una risa corta, oxidada, de las que uno no usa hace años.

Un poco de las dos cosas, me parece —contestó.

El hombre sonrió, agradeció y se fue empujando su carrito con una seguridad sospechosa. Mónica lo siguió con la mirada un segundo más de lo que correspondía. Luego se retó mentalmente: “Ubicate, Mónica. Tenés casi sesenta y el pelo teñido por necesidad, no por estilo”.

Al sábado siguiente

Ahí estaba él otra vez. En frutas y verduras. Esta vez eligieron naranjas en silencio, pero con complicidad de película mala. Después lo vio en la panadería. Y una semana más tarde, en la caja tres, detrás de ella, con las manos vacías.

Nos seguimos mucho, ¿no? —dijo él.
Sí… o el universo es chico —respondió ella.

El universo era grande, pero el supermercado, no tanto.

El hombre se llamaba Damián

Soltero, 52, contador. Le gustaba cocinar, decía. Vivía solo. A Mónica le pareció un dato escandaloso, como si le hubiera dicho “soy acróbata nudista”. Ella volvió a casa con una mezcla de culpa y electricidad. Ricardo estaba en el sillón, mirando un documental sobre trenes.

—¿Cómo te fue? —preguntó sin despegar la vista.
Bien… compré yogures —dijo ella.

Y en su cabeza agregó: y un temblor nuevo.

Los días siguientes

Mónica empezó a pensar en Damián mientras hacía cosas inofensivas: regar las plantas, ordenar la ropa interior, o preparar la salsa. Pensar, no más. Pero pensar ya era una traición. Intentó distraerse. Hizo limpieza general, vio novelas turcas, se anotó en zumba. Nada. Hasta que un jueves, mientras Ricardo le hablaba de su presión arterial, ella se descubrió imaginando cómo sería la voz de Damián diciendo “buenas noches”. Ahí entendió que el desastre estaba en marcha.

La cuarta vez que se cruzaron fue en la entrada del súper.

Ya esto parece un patrón —dijo él.
O un problema —contestó ella, pero sonriendo.
—¿Querés que nos tomemos un café? Así le damos contexto al destino.

Ella dudó. No por falta de ganas, sino por exceso de recuerdos.

No puedo —dijo—. Tengo que comprar harina.
No hay apuro —respondió él, con esa calma de quien no tiene que dar explicaciones a nadie.

Esa noche, Mónica escribió una carta en su cuaderno de recetas. “Querido Damián (aunque no debería llamarte querido). No sé qué me pasa. Hace años que nadie me mira así, como si yo todavía pudiera empezar algo. No te preocupes, no pienso hacer nada. Pero gracias por recordarme que sigo viva”.

Guardó la carta entre las páginas del postre de manzana y siguió con su vida, como si nada. Pero el “como si nada” es el disfraz preferido de los terremotos.

Durante una semana evitó el supermercado

Mandó a Ricardo. Error. Volvió con yogures vencidos, pan duro y un desodorante de ambiente con olor a menta industrial. —Nunca más —dijo Mónica. Y al sábado siguiente, volvió ella.

Lo vio enseguida. Damián, en el pasillo de los cereales, comparando etiquetas como quien finge tener propósito.

Creí que habías cambiado de supermercado —dijo él.
Lo pensé. Pero la fidelidad me puede.

Rieron. Un poco de risa y un mucho de temblor.

Hablaron un rato largo

De los hijos que se van, de las casas que se vacían, de las ganas de algo que no sabés nombrar. En un momento, él le tocó el brazo, apenas. Un segundo. Pero el corazón de Mónica hizo fila para renunciar a su trabajo. No pasó nada. Literalmente. Él no insistió, ella no cedió. Pero el silencio que siguió fue más peligroso que un beso.

Esa noche, Ricardo se durmió mirando una película de guerra

Mónica lo observó un rato. Lo quiso, de verdad. A su manera. Con ternura resignada. Pensó en todo lo que habían compartido, en los nietos, en las cenas familiares, en los años de remar sin drama. Y también pensó en Damián, en esa sensación de estar viva sin saber qué hacer con eso.

Antes de dormir, abrió el cuaderno de recetas y agregó una línea:

“Hoy tampoco pasó nada. Pero estuve peligrosamente cerca de desear que sí.”

Lo cerró. Lo guardó. A la mañana siguiente, se puso perfume sin motivo y se miró al espejo un rato más de lo normal.

—¿A dónde vas tan arreglada? —preguntó Ricardo desde la cocina.
Al supermercado —respondió ella, con voz tranquila.

Y mientras agarraba las llaves, pensó que el amor prohibido no siempre empieza con un beso. A veces empieza con una oferta en yogures y una sonrisa que te cambia la marca de la vida.

El resto… todavía está por verse.