Crónica sobre la ilusión de estar a salvo

Las llaves en el bolsillo

Vivimos buscando la sensación de seguridad como quien intenta recordar una melodía que ya no suena. Cerramos con doble vuelta, instalamos alarmas, miramos por la mirilla, compramos seguros de salud, de vida, de retiro, de olvido. No queremos ser felices: queremos no perder lo que tenemos.

Hay algo profundamente humano en girar una llave antes de dormir. Ese instante en que creemos que afuera hay peligro y adentro hay paz. Pero dura lo que tarda el sueño en volverse sueño. Porque la seguridad, en el fondo, es una fe. No se toca, no se ve. Es un estado de ánimo, no un estado civil. Y como toda fe, se tambalea cuando algo tiembla fuera de nuestro control.

Las jerarquías del miedo

No todos tememos lo mismo. En los barrios donde las rejas son decorativas, la seguridad se mide en patrullas y cámaras. En los otros, se mide en que los hijos vuelvan de la escuela. Las clases no solo se diferencian por lo que tienen, sino por lo que temen perder. El rico teme por sus cosas; el pobre, por su cuerpo.

Uno paga para no preocuparse; el otro se preocupa porque no puede pagar. Nos vendieron la idea de que la seguridad es un producto: cuanto más gastás, más seguro estás. Pero ninguna cerradura alcanza si el miedo vive adentro. Hay quienes duermen con las puertas abiertas y descansan mejor que otros encerrados tras siete alarmas.

El instante del quiebre

La seguridad es invisible hasta que se rompe. Nadie nota que está a salvo, como nadie nota que respira, hasta que falta el aire. Cuando algo se quiebra —un robo, una pérdida, una enfermedad— entendemos que todo lo que dábamos por hecho era prestado.

Y entonces aparece la frase tardía: “no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos.” No es ingratitud: es anestesia. La rutina apaga el asombro. Nadie brinda por un día sin sobresaltos, pero quizá deberíamos. Tal vez el lujo sea una tarde tranquila, una conversación sin miedo, una puerta que se cierra y no suena a cárcel.

El hambre de más

“Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco.” Vivimos en la era del más: más seguro, más caro, más lejos del otro. Pero cuanto más acumulamos, más vulnerables nos sentimos. El que mucho tiene, mucho teme. Queremos no sufrir, no perder, no arriesgar.

Blindamos emociones. Pero la vida no admite garantía extendida. Si existiera la seguridad total, sería insoportable: un mundo sin riesgo sería un museo sin visitantes.

La violencia cotidiana

En cada ciudad hay una hora en la que el miedo se vuelve rutina: un bolso que se aprieta, una mirada que se esquiva, una calle que se evita. En algunos lugares el miedo viaja en colectivo; en otros, en auto blindado. Pero el temblor es el mismo. Lo que se roba no es solo un objeto: es la idea de estar a salvo.

Vivimos con la sospecha en el cuerpo. Y aunque pongamos cámaras o muros, la pregunta sigue: ¿cómo se defiende la confianza? Quizás el desafío no sea solo cuidarnos del otro, sino no volvernos lo que tememos. Si todo lo que hacemos está guiado por el miedo, el miedo ya ganó.

Cerrar, abrir, volver a cerrar

Quizás la seguridad no esté en la cerradura sino en la confianza. En mirar al otro sin sospecha. En dormir sabiendo que el miedo no manda. Vivir seguros no es vivir sin miedo, sino aprender a que el miedo no decida por nosotros. Porque la puerta se puede cerrar todas las noches. Pero si nunca la abrimos, si no dejamos entrar algo de riesgo, lo que cuidamos no es la vida: es el miedo.

Cierre La verdadera seguridad, al final, no está en lo que poseemos, sino en lo que somos capaces de perder sin dejar de ser nosotros.

Aviso
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