“La fe mueve montañas”
El origen de la frase “la fe mueve montañas” se remonta a la Biblia, específicamente al evangelio de Mateo, donde Jesús dice que la fe, aunque sea pequeña como una semilla de mostaza, puede decirle a una montaña que se mueva. Esta expresión se ha popularizado para enfatizar el poder de la creencia para superar obstáculos imposibles.
Más allá del símbolo religioso, la frase ha viajado por siglos y lenguas, encontrando nuevos significados en hospitales, laboratorios y bares. Porque, aunque cambien los escenarios, la fe —ese impulso que no se ve, pero se siente— sigue siendo la misma fuerza que empuja lo inamovible.
Una mujer, en una sala de hospital.
Cierra los ojos y murmura algo que no es rezo ni fórmula, sino un hilo invisible que la une a lo posible. El médico, que ha visto morir y renacer cientos de cuerpos, nota que su respiración cambia. Es apenas perceptible, pero el monitor cardíaco lo confirma: el ritmo se suaviza, la presión se estabiliza. La fe, aunque nadie la mencione, está ahí, abriéndose paso entre cables y cifras.
La neurociencia lleva décadas intentando explicar ese misterio.
En la Universidad de Pensilvania, Andrew Newberg ha escaneado cerebros durante la oración, la meditación y el canto devocional. Descubrió que cuando alguien se sumerge en ese estado de entrega absoluta, la actividad en el lóbulo parietal —el que nos separa del mundo exterior— disminuye, mientras la corteza prefrontal se ilumina como una lámpara encendida en medio del invierno.
El resultado es esa sensación de disolverse en algo más grande, de dejar de ser un individuo para convertirse en parte del pulso universal. Newberg lo llama “neuroteología”, aunque en el fondo se trata de lo mismo que un campesino sabe sin palabras cuando mira el amanecer y siente que todo tiene sentido.
En un bar de barrio, un hombre golpea la mesa y dice:
“Yo no creo en nada, pero tengo fe en mi suerte”. Luego se ríe, pide otra vuelta y cuenta que sobrevivió a tres accidentes y un despido. Su fe no tiene santos ni templos, pero lo mantiene de pie. La psicóloga Barbara Fredrickson, de la Universidad de Carolina del Norte, estudió cómo las emociones positivas sostenidas —como la confianza o la esperanza— liberan dopamina y serotonina, neurotransmisores que refuerzan la resiliencia emocional.
No importa el nombre del credo: el cerebro obedece al impulso de creer.
Un monje tibetano.
Conectado a un electroencefalograma en los laboratorios de Richard Davidson en la Universidad de Wisconsin-Madison, sonríe mientras las ondas gamma se disparan. Davidson lo observa y anota: las prácticas de contemplación sostenida modifican físicamente el cerebro, aumentando la capacidad de regular el miedo y la compasión.
A metros de allí, un estudiante de medicina con los ojos ojerosos mira las imágenes en la pantalla y piensa que su abuela, al rezar frente a la hornalla, hacía exactamente lo mismo, sin cables ni tecnicismos: domar el miedo con una certeza.
La fe, entonces, no es una superstición ni un refugio ingenuo.
Es una reacción biológica, una sinfonía química que el cuerpo interpreta cuando el alma —o el ánimo, si se prefiere— necesita creer. En los laboratorios de Harvard, Herbert Benson lo demostró con su “respuesta de relajación”: la oración o la meditación repetitiva reducen la producción de cortisol, calman el sistema nervioso y fortalecen la inmunidad.
Dicho en lenguaje cotidiano: cuando uno cree, sana un poco.
Una madre que espera noticias en una sala de urgencias no cita a Benson ni a Fredrickson. Se aferra al rosario, o al pasamanos, o a la voz que le dice que todo saldrá bien. Y mientras su mente se llena de esa certeza, su cuerpo responde: respira más lento, el corazón deja de trotar, el miedo retrocede un paso.
No hay magia. Hay neuroquímica y esperanza, mezcladas en la misma copa.
La fe, esa extraña alquimia.
Que convierte el pensamiento en cuerpo, no necesita ser explicada para ser real.
Puede venir en forma de oración, de promesa, de mirada hacia el cielo o de simple confianza en que mañana habrá pan. Lo cierto es que, como dijo una vez un científico en tono distraído, “cuando creemos, el cerebro nos recompensa como si ya hubiésemos ganado”.
Y tal vez por eso seguimos creyendo, incluso cuando la razón nos aconseja lo contrario: porque el cuerpo, sabio y antiguo, sabe que en ese acto invisible de entrega hay un modo de seguir vivos.
