Cuando la memoria sigue viva
El eco de los nombres que ya no suenan sigue flotando, como una melodía antigua que se niega a apagarse. En este Día de Todos los Santos, el calendario nos recuerda que la memoria también es un acto de fe: cada nombre que recordamos es una chispa encendida en medio del olvido.
Hay una lista infinita de personas que alguna vez tuvieron cuerpo, voz y café por las mañanas, y que hoy siguen respirando en la memoria de quienes los amaron. Porque los santos no solo viven en los altares: también son los que se fueron sin pedir permiso, dejando una luz que ninguna muerte consigue apagar.
Pienso en Jorge. Pienso en su manera de estar en el mundo, como quien entra descalzo a una casa ajena: con respeto, con una sonrisa tranquila, con esa calma de quien nunca tiene apuro por llegar a ninguna parte. Era de esos pocos que sabían escuchar de verdad, sin juzgar, sin necesidad de tener razón. Tenía una gentileza antigua, de esas que no se enseñan ni se imitan, solo se aprenden mirando a los buenos.
Cuando murió —en esas circunstancias que todavía duelen como una palabra mal dicha—, el silencio se volvió un huésped incómodo. Las calles parecían más frías, las tardes más largas. Pero con el tiempo entendí que los muertos buenos no desaparecen: solo cambian de lugar.
Se mudan a los gestos, a las frases que repetimos sin saber de dónde vienen, a las pequeñas bondades que dejamos escapar sin darnos cuenta. Jorge siguió estando ahí, escondido en las cosas simples: en un mate compartido, en una mano tendida, en una risa que llega justo a tiempo.
Los santos de la vereda
Hoy, que la Iglesia celebra a todos los santos, yo también, quiero celebrar a los otros: a los santos sin altar, sin estampita ni procesión. A los que arreglan bicicletas para los chicos del barrio, a los que comparten su pan sin preguntar el nombre, a los que te escuchan cuando estás roto. Gente común que, sin proponérselo, sostiene el mundo un poco cada día. No tienen aureolas, pero dejan tras de sí un resplandor discreto, de esos que alumbran sin encandilar.
Jorge era uno de ellos. No tenía incienso, pero sí un mate tibio y una risa que servía de abrigo. Si alguien lo necesitaba, aparecía. Si una causa parecía perdida, la hacía suya. Era de los que no pedían permiso para ayudar. Cuando la tragedia se lo llevó demasiado pronto, su ausencia dolió hondo. Pero algo de él quedó suspendido en el aire, como esas canciones que, aunque terminan, siguen tarareándose en la cabeza mucho tiempo después.
El oficio de recordar
Recordar no es llorar. Es mantener en pie la arquitectura invisible de lo que fuimos juntos. Es seguir conversando con los que ya no están, aunque el teléfono no suene del otro lado. Cada vez que hago algo bueno sin pensarlo, siento que Jorge me mira y asiente, como diciendo: “Así era la cosa, ¿ves?”.
El recuerdo, cuando se cultiva con ternura, se vuelve fértil. En él crecen las risas que no se apagaron, las palabras que quedaron pendientes, los abrazos que el tiempo no permitió dar. Y uno aprende que la muerte no interrumpe: solo cambia de idioma. Que lo esencial —la bondad, la alegría, la fe sencilla— encuentra siempre la manera de quedarse.
Epílogo: más allá del calendario
Hoy no enciendo velas ni repito oraciones. Prefiero brindar —aunque sea con agua— por todos esos santos anónimos que sostienen al mundo desde su ausencia. Por los amigos, los padres, los amores que se adelantaron. Por los que nos enseñaron, sin discursos, que vivir es un acto de ternura y entrega.
A Jorge, le digo gracias. Gracias por su manera de estar sin estar, por enseñarme que la bondad no necesita testigos. Porque al final, no todos los santos viven en los templos: algunos caminan descalzos por la vereda, y otros habitan en los recuerdos que nos vuelven mejores. Y cada vez que hacemos algo bueno —aunque nadie lo vea—, ellos vuelven, un poquito, a respirar con nosotros.
