Las expectativas: “ese espejismo que nos sostiene y nos rompe”

El espejito de lo que creemos merecer

Hay una edad —no se sabe bien si a los doce o a los treinta y tres— en la que uno empieza a fabricar expectativas como si fueran figuritas difíciles de un álbum imposible. Uno colecciona amores que todavía no existen, trabajos que van a llegar, viajes que se van a hacer “cuando haya tiempo”, cuerpos que se van a tener “cuando haya voluntad”. Y así, el presente se vuelve un borrador mal escrito de un futuro que nunca termina de imprimirse.

Las expectativas son una especie de espejito barato que uno compra en una feria emocional. Reflejan lo que queremos ver, pero con una luz que siempre nos deja un poco deformes. Nos convencen de que “todo va a estar bien” si logramos esoun título, un auto, una persona, una versión de nosotros más prolija—. Y cuando eso llega, si llega, resulta que el brillo dura lo mismo que una historia de Instagram. No es que estén mal. Son necesarias, como la cafeína o la fe en el wifi. Lo que pasa es que nadie nos enseña a usarlas sin quemarnos la lengua.

La fábrica del “debería”

La expectativa no nace sola. Es hija de una industria silenciosa: la del “debería”. Deberías tener pareja. Deberías tener hijos. Deberías ahorrar, correr, meditar, tener propósitos, ser productivo, ser feliz, no ser tan feliz, no ser tan productivo.

El “debería” es el departamento de marketing de la frustración. Te vende la idea de que la vida tiene un libreto y que vos, pobre extra confundido, estás improvisando mal. El problema es que uno le cree. Se pasa años intentando encajar en un molde que no existe. Cuando te das cuenta, tenés la espalda encorvada de tanto inclinarte ante tus propias proyecciones. Y ahí es cuando aparece el monstruo con cara de domingo a la tarde: la frustración.

Pero no cualquier frustración, no la que enseña, sino la que susurra: “fallaste”. Esa que no te deja disfrutar ni el café caliente porque pensás en el té que no hiciste.

La otra cara: sin expectativas, ¿qué queda?

Ahora bien, imaginemos por un segundo una vida sin expectativas. Sin planes, sin promesas, sin ese hormigueo que te hace pensar que mañana puede ser mejor. ¿Qué queda? Un silencio raro. Una especie de domingo sin olor a asado ni fútbol.

Porque claro, las expectativas también son combustible. Si no esperáramos nada, no nos levantaríamos. Son el motor y el freno, la chispa y el incendio. La paradoja es esa: nos frustran, pero también nos sostienen. Son un puente que construimos sobre la nada para cruzar al otro lado del día. A veces funcionan, a veces se rompen en medio del paso. Y cuando caemos, ahí está la realidad: dura, sin filtros, pero nuestra.

El arte de soltar sin tirar

Quizás el truco —si es que hay alguno— esté en aprender a tener expectativas blandas. De esas que se doblan, pero no se rompen. Expectativas que no exigen, que acompañan. Como una manta liviana que abriga, pero deja respirar.

Esperar, sí, pero con la puerta abierta a que las cosas salgan distintas. No peor, distinto. Quizás no viajemos a París, pero descubramos una panadería en la esquina que huele igual. Quizás no tengamos el cuerpo que soñamos, pero nos demos cuenta de que baila mejor de lo que imaginábamos. Soltar no es rendirse: es dejar de negociar con lo imposible.

Cierre (que no cierra)

En el fondo, las expectativas son una declaración de amor al futuro. Y el futuro, caprichoso, siempre hace lo que quiere. Tal vez se trate de seguir esperándolo, pero con la certeza de que lo único que de verdad tenemos —lo único que se deja tocar— es este segundo que pasa mientras pensás en el próximo. Y ahí, justo ahí, sin darnos cuenta, ya estamos esperándolo otra vez.