“El escarnio”: el deporte olímpico de la modernidad

De cuando desollar era literal

La palabra escarnio viene del latín excarniāre, que significaba “desollar”, quitar la carne a alguien. Un verbo bello, tierno, casi doméstico, si uno ignora el detalle de que implicaba arrancar la piel a tiras. Con el tiempo dejamos los cuchillos y tomamos los teclados, los micrófonos y las cámaras, pero el gesto sigue siendo el mismo: alguien se desnuda —por error, inocencia o diferencia— y los demás afilan los dientes.

El escarnio, antes reservado para castigar al hereje o al ladrón en la plaza pública, hoy tiene Wi-Fi, iluminación LED y subtítulos en varios idiomas. Hemos refinado la crueldad hasta volverla espectáculo.

Redes sociales: el coliseo portátil

Ya no hace falta salir de casa para presenciar una lapidación. Alcanzan tres toques de pantalla para ver cómo un desconocido se convierte en trending topic por tropezar en una entrevista o confundir “hay” con “ahí”. Las redes son el estadio donde los espectadores gritan desde la sombra. “¡Qué torpe!”, “¡qué ridículo!”, “¡cancelado!”. Y el público aplaude, porque el sufrimiento ajeno es gratis y no engorda.

El escarnio digital tiene una ventaja logística: la víctima hace su propio trabajo. Se graba, se expone, se entrega en bandeja. Nosotros solo ponemos los emojis.

El gobierno sonríe mientras aprieta

No todo escarnio lleva hashtags. A veces viene con corbata y sonrisa de conferencia. Cuando el poder se burla del ciudadano —con promesas que sabe imposibles, con frases paternalistas o con gestos de desprecio cuidadosamente maquillados de humor— se trata del mismo acto: humillar al débil desde el pedestal.

El escarnio institucional es elegante, se disfraza de discurso. Pero se nota cuando el político se ríe del hambre o cuando un funcionario usa la ironía para negar un problema real. En esos momentos, el desollamiento vuelve a ser literal, aunque la sangre sea emocional.

Reality shows: la misa del ridículo

Hay programas que fabrican humillaciones con tanto esmero que merecerían un premio a la crueldad creativa. Participantes que lloran ante millones, cuerpos juzgados, errores editados en cámara lenta. Todo bajo el rótulo de “entretenimiento familiar”.

Lo fascinante es que muchos de los que se ríen también temen ser los próximos. Es una procesión circular: hoy aplaudo, mañana me toca.

En la oficina, la escuela y el hogar: micro escarnio diario

El jefe que “bromea” con el acento del empleado. El profesor que ridiculiza la pregunta ingenua. La tía que hace chistes sobre el cuerpo ajeno en Navidad. Pequeñas dagas cotidianas que sangran sin dejar marca visible. Cada broma es un recordatorio de jerarquía: alguien manda, otro soporta.

Nos consolamos diciendo que “no hay que tomárselo tan en serio”, como si la humillación fuera un tratamiento de belleza emocional.

La burla como sistema solar

En el centro, el poder. A su alrededor, los satélites del escarnio: los medios, la publicidad, la religión, la justicia. Todos orbitan con brillo propio. Las campañas que se ríen de la vejez, los titulares que caricaturizan la pobreza, los sermones que exhiben la culpa como trofeo. Cada uno aporta su cuota de piel arrancada al espectáculo global.

Y el público, nosotros, miramos fascinados. Nadie quiere ser víctima, pero todos disfrutan un poco del verdugo.

Epílogo con vendas

Quizás el verdadero progreso llegue cuando entendamos que el escarnio no es inevitable, solo rentable. Se vende mejor una burla que una empatía. La ironía cotiza alto; la compasión, bajo. Sin embargo, la historia demuestra que cada sociedad deja su huella en la manera en que ridiculiza.

Hoy, desollamos con likes, pero lo hacemos con una sonrisa amable. Hemos convertido la crueldad en un servicio de streaming 24/7. Y mientras alguien ríe frente a la pantalla, otro, en silencio, busca una forma de volver a cubrirse la piel.