“Si fuera fácil, cualquiera podría hacerlo”
Lo escuché una vez de un hombre que se reía de su propio cansancio mientras intentaba enderezar una mesa coja en un café. Era mozo, y hablaba como quien sabe que su tarea, aunque mínima, sostiene el teatro entero. Desde entonces, pienso en esa frase cada vez que veo a alguien haciendo algo bien sin hacer ruido. Porque la vida está hecha de esos gestos: los que no buscan aplausos, los que nadie fotografía. Los que, sin decir nada, mantienen al mundo de pie.
La madre
Una madre soltera se levanta antes que el sol. El reloj no la despierta: la despierta la deuda, el amor, la promesa. Prepara el desayuno en silencio, con los ojos aún hinchados, y sale al trabajo que la desgasta, pero también la sostiene. Sus manos están agrietadas de tanto remar contra el tiempo, pero en sus bolsillos hay un milagro pequeño: el recibo de la matrícula de su hijo. Mientras barre un pasillo o dobla una camisa ajena, piensa que cada hora que entrega es una piedra más en el camino que él caminará con menos peso. Si fuera fácil, cualquiera podría hacerlo. Pero no cualquiera podría amar así: con la espalda cansada y el alma erguida.
El cirujano
En un quirófano frío, un cirujano abre el cuerpo humano con la delicadeza con que otros abren una carta. Su pulso no tiembla. Su voz, apenas un hilo que enseña: —Tranquilo, respira… ahora corta. Podría haberse quedado en el pedestal, pero prefiere quedarse al lado de sus residentes, compartiendo lo que la experiencia no enseña: el respeto por la fragilidad, la humildad ante la vida. Cuando termina, no busca el aplauso. Solo se quita los guantes, mira las manos jóvenes que aprendieron algo nuevo, y siente que vale la pena seguir. Si fuera fácil, cualquiera podría hacerlo. Pero pocos podrían hacerlo sin endurecer el corazón.
El carpintero
En un taller que huele a madera y memoria, un viejo carpintero mide tres veces antes de cortar. Sus dedos tiemblan, pero su mirada no. Cada mueble que construye tiene un secreto: un pequeño error disimulado, una marca apenas visible. “Para que recuerden que lo hizo un hombre, no una máquina”, dice.Hay una ternura en su precisión, una fe en el oficio como si lijar una tabla fuera rezar. El polvo del aserrín flota en el aire como incienso. Si fuera fácil, cualquiera podría hacerlo. Pero no cualquiera seguiría haciéndolo, sabiendo que su nombre se perderá, y su obra quedará en silencio.
La maestra
En una escuela al borde del campo, una maestra escribe con tiza gastada. La lluvia se filtra por el techo, los cuadernos se humedecen, pero ella sonríe igual. Cada letra que traza en el pizarrón es una semilla. No enseña solo a leer: enseña a creer. Sus alumnos la miran con hambre de mundo, y ella les da lo que tiene: su voz, su paciencia, su fe en que el saber también puede ser abrigo. Al volver a casa, cansada, repasa los nombres uno por uno, como si fueran oraciones. Si fuera fácil, cualquiera podría hacerlo. Pero no cualquiera enseñaría con la esperanza de quien siembra en la tierra más dura.
Epílogo para quienes todavía lo intentan
Quizás la frase no sea un límite, sino un refugio. Una forma de recordar que lo valioso duele, que lo digno cuesta, que lo hermoso casi siempre pasa inadvertido.
Ser bueno en algo no es hacerlo sin errores: es hacerlo con el alma despierta. Es repetirlo cada día, aunque nadie mire, aunque nadie lo diga, aunque a veces parezca en vano. No se trata de sobresalir: se trata de sostener. De mantener el pulso cuando el resto se rinde. De creer que lo pequeño también salva.
Si fuera fácil, cualquiera podría hacerlo. Pero solo algunos —los que aman sin testigos, los que insisten sin recompensa, los que ponen belleza en lo invisible— logran dejar una huella que no se borra. Y ahí, entre el cansancio y la ternura, entre lo mínimo y lo eterno, viven los que verdaderamente sostienen el mundo.
