La seducción en tiempos actuales

Selfies, minifaldas y otros deportes de riesgo

La humanidad ha pasado por grandes revoluciones: el fuego, la rueda, la escritura, el wifi. Pero ninguna tan intensa como la del ángulo perfecto de selfie. Hoy la seducción se juega ahí, en ese instante mágico en que alguien levanta el brazo treinta grados por encima de la cabeza y, con la misma seriedad con la que un cirujano sostiene un bisturí, se dispara una foto con la boca semiabierta, como si estuviera a punto de revelar un secreto que jamás dirá.

Y no hablemos de los minibikinis, que ya no cubren: apenas opinan. Las minifaldas más cortas son un acto de fe: fe en el elástico, fe en el viento, fe en que el universo no conspirará para dejar a la intemperie más de lo planeado. Algunos dicen que es provocación; otros, frescura; otros, ventilación estratégica. Y todos tienen un poco de razón.

Cuerpos de catálogo y trajes derrotados por la lluvia

Por el lado masculino, la seducción contemporánea se expresa en cuerpos que parecen esculpidos por una marca de yogures proteicos. O en trajes que lucen como si alguien hubiera decidido usar la lavadora en modo tragedia griega. Porque está de moda parecer elegante pero sufrido, como si uno llegara de protagonizar una escena bajo la tormenta, aunque en realidad solo se haya derramado agua del bidón al intentar llenar el calefón.

La cirugía estética, por su parte, dejó de ser “un retoque” para convertirse en un género artístico. Hay rostros que ya no pertenecen ni al antes ni al después: habitan un limbo bello, terso, atemporal, ajeno a las arrugas y a las expresiones humanas. Algunos los ven como obras de arte; otros, como máscaras de carnaval eterno. En el fondo, todos observamos con la misma mezcla de fascinación y miedo.

¿Para quién mostramos, entonces?

Ah, la pregunta del millón… o del millón de likes. ¿Para quién es tanta exhibición? ¿Para el otro? ¿Para nosotros mismos? ¿Para el algoritmo, ese dios pagano y caprichoso que decide si somos visibles o si existimos menos que un fax en 2025?

Vivimos una época peculiar: mostramos todo, o casi todo, pero al mismo tiempo cada vez ocultamos más. Mostramos piel, curvas, músculos, tatuajes, ombligos, cejas recién diseñadas, pero escondemos dudas, miedos, inseguridades. La selfie suele ser un escudo pixelado: si me muestro bien, quizá no vean lo que me preocupa. Si luzco perfecto, quizá nadie sospeche lo imperfecto que me siento.

Sin embargo, no seamos injustos: también hay libertad en esa muestra. Libertad para jugar con el cuerpo, con la moda, con la identidad, con la mirada del otro y con la propia. Libertad para decir: “Acá estoy y me gusta así.” O para confesar: “No sé bien quién soy, pero estoy probando.”

La moda no incomoda… si lo hace bien

¿Será cierto que “la moda no incomoda”? Bueno… depende. A veces aprieta. A veces raspa. A veces te corta la circulación de las piernas o del pensamiento. Pero esa incomodidad, paradójicamente, puede ser parte del encanto. La moda es un lenguaje, uno que a veces grita, otras susurra y otras dice cosas que ni ella misma entiende. Nos pone en movimiento, nos obliga a mirarnos y a mirar al otro desde lugares distintos, aunque sea desde un filtro de efectos dramáticos.

Mostrar es un acto antiguo; lo nuevo es la velocidad, la masividad y la coreografía global de hacerlo todos al mismo tiempo. Quizás estamos buscando conexión, validación, juego, pertenencia, o simplemente un poco de diversión en un mundo que a veces se vuelve demasiado solemne.

Cierre (abierto como minifalda en día ventoso)

Tal vez, al final, seducir en estos tiempos es eso: intentar decir algo sin palabras, con la esperanza de que quien mire entienda… o imagine… o al menos deje un corazón rojo. Y si la moda aprieta, que apriete; peor sería que no nos hiciera sentir nada.