“El peso de la confianza”

La confianza no se compra ni se vende. No cotiza en la bolsa ni aparece en los noticieros. Y, sin embargo, es más valiosa que el oro y más escasa que el agua limpia en ciertos lugares del mundo.

Ella —la confianza— camina con paso lento.

Como quien ha sido herida muchas veces y aún así insiste en andar. Se le ve en los gestos pequeños: en el pan que se parte entre dos sin contar las migas, en el niño que duerme con los ojos cerrados mientras el mundo ruge afuera, en el vecino que guarda las llaves sin preguntar por qué.

No grita. No presume. No lleva uniforme.

Pero cuando está, el aire pesa menos y la vida se deja vivir un poco más fácil. Hay quienes la cultivan como a las flores, con paciencia, con tierra limpia, con agua justa. Y hay quienes la pisotean sin mirar, como si nada, como si el daño no dejara marca. Porque la confianza, cuando se rompe, no hace ruido. Pero se siente. Como el frío que entra por una rendija que nadie vio, pero todos padecen.

En algunas partes del mundo, aún sobrevive.

A veces se refugia en los oficios humildes, en los pactos sin palabras entre la gente que no firma contratos, pero cumple su palabra. A veces viaja en los trenes donde un desconocido cuida el bolso de otro, sin saber su nombre, solo porque sí. Porque todavía hay quienes creen.

No siempre se hereda.

A menudo se construye. Con miradas, con errores perdonados, con tardes compartidas donde no pasa nada, pero ocurre todo. Se alza despacio, como las casas sin arquitecto, levantadas por manos que saben lo que hacen sin haberlo estudiado nunca.

Pero basta una traición, una mentira.

Una promesa incumplida para que se desmorone. Entonces no hay plano que la reconstruya fácil. Vuelve, sí. Pero vuelve cojeando.

Dicen que donde ella falta, crece el miedo.

Y el miedo, cuando manda, envenena. Hace que la gente mire de reojo, que duerma con un ojo abierto, que se encierre detrás de mil candados.

Ella no es tonta. Sabe cuándo irse. Pero también sabe regresar.

Cuando vuelve, no lo hace con trompetas ni fuegos artificiales. Llega como la lluvia mansa tras la sequía: sin ruido, pero con memoria.

Porque la confianza no olvida a quienes la trataron bien.

Y si la cuidan, se queda. Y si la traicionan, se va. Como todo lo que es de verdad.