El arte de vivir: “entre la rutina y el asombro”
Nos enseñaron a tener miedo. Desde pequeños, nos dijeron que el mundo es peligroso, que hay que protegerse, que confiar es ingenuo. Y así crecimos, encerrados en nuestras propias burbujas de certezas, evitando el roce con lo desconocido. Pero ¿qué tal si la verdadera valentía es abrir las ventanas de la vida y dejar que el viento nos despeine el alma?
Dicen que vivir intensamente es arriesgarse a caer, y tienen razón.
Pero también es la única forma de saber qué se siente volar. La rutina es una jaula cómoda: nos mantiene seguros, pero a costa de apagar el fuego interior. Al final del día, solo quedan restos de sueños sin cumplir y palabras que nunca se dijeron. ¿Y si vivir fuera dejarse sorprender por lo cotidiano? Mirar el sol al amanecer como si fuera la primera vez. Sentir el agua en las manos como si nunca hubiéramos tocado la lluvia.
El miedo nos susurra que es mejor no esperar nada para no salir heridos.
Pero quien no espera nada tampoco recibe nada. Y el amor, la fe y la esperanza son, en el fondo, actos de rebeldía frente a la indiferencia del tiempo. Amar a pesar del desencanto, creer, aunque todo indique lo contrario, y esperar aun cuando el horizonte se desdibuja.
Aprender a vivir es recordar que el presente es efímero y que el futuro no está garantizado.
No se trata de ser héroes ni mártires, sino de atreverse a dejar que la vida nos atraviese con sus luces y sombras. Porque cuando finalmente nos toque partir, que al menos podamos decir que nos arriesgamos a sentir, a confiar y a ser parte de esta travesía imperfecta llamada existencia.
En un mundo que se desliza hacia la indiferencia, vivir con fe, esperanza y amor parece una resistencia silenciosa.
Algunos lo llaman ingenuidad, otros lo ven como romanticismo absurdo. Pero tal vez sea justo lo contrario: un acto de coraje ante el desencanto colectivo. No es fácil mantener la fe cuando las promesas se quiebran como espejos antiguos, ni es sencillo conservar la esperanza cuando los días se suceden como sombras repetidas. Y el amor, tantas veces confundido con posesión o intercambio, parece a veces una moneda de curso agotado.
Sin embargo, ¿qué somos sin ese impulso que nos empuja a creer?
Fe no es certeza; es andar a tientas, confiando en que el próximo paso encontrará tierra firme. Esperanza no es ingenuidad; es sostener la mirada cuando el horizonte se nubla. Y el amor, ese aliento vital, no es un contrato ni una estrategia: es un acto de entrega que nos redime del egoísmo cotidiano.
Vivir plenamente es aceptar que habrá derrotas y que, aun así, vale la pena intentar.
Es reconocer que el dolor y la alegría son compañeros inseparables y que lo importante no es evitarlos, sino aprender a convivir con ambos. Es mirar de frente al fracaso y descubrir en él una lección que nos haga crecer.
En estos tiempos donde el cinismo parece ser la norma.
Apostar por lo esencial nos recuerda que la vida no es solo un inventario de pérdidas y logros. Es también la certeza de que, aunque todo lo demás falle, siempre quedará la capacidad de abrazar, de creer y de seguir adelante.
Y si algún día nos preguntan qué nos mantuvo en pie cuando todo parecía derrumbarse, podremos decir que fue esa fe, esa esperanza y ese amor que nunca dejamos morir.