«Rafael y el fuego manso»
Rafael venía herido de muchas preguntas. Había caminado largo, más por dentro que por fuera.
Había leído libros sagrados, seguido a pastores y gurús, y aún así, le dolía el alma. No sabía si creía. O si quería creer. Solo sabía que algo faltaba. Algo que no se aprendía de memoria.
Una tarde llegó a un pueblo que parecía dormido en el tiempo
Las calles eran de tierra y los perros saludaban con la mirada. Le hablaron de Valentín, un viejo que vivía en una casa al borde del monte, que hablaba poco, pero decía mucho.
Rafael lo encontró bajo un árbol, bebiendo mate. Lo saludó con respeto y desconfianza.
–Busco respuestas– dijo el joven.
Valentín sonrió, sin apuro
– ¿Y qué preguntás ?
– ¿Dios existe? ¿A cuál religión debo seguir? ¿Por qué el mundo duele tanto? ¿Y por qué si creo, sigo vacío?
Valentín no respondió de inmediato
Se levantó y le hizo señas para que lo acompañara. Caminaron en silencio hasta una pequeña quebrada. Allí, un niño jugaba con piedras. Una mujer lavaba ropa en el río. Un anciano dormía sobre una manta al sol.
– ¿Los ves? – dijo Valentín-. Ahí está Dios.
Rafael frunció el ceño
–No entiendo.
–Es que siempre lo buscás en las respuestas. Y Él vive en los gestos. No está en ganar la discusión, sino en amar sin condiciones. No está en elegir la religión correcta, sino en extender la mano correcta.
Rafael se sentó, como si el peso del cuerpo se le hubiera ido. Y entonces el viejo agregó:
–Dios no se deja encerrar en doctrinas. Él camina descalzo con los que sufren. No le importa cuánto sabés, sino cuánto amás. No vino a darnos razón, vino a enseñarnos compasión.
– ¿Y si no creo en nada? – preguntó Rafael, bajito. Valentín lo miró con ternura.
–Entonces empezá por abrazar. A veces, el que no cree, ama mejor. Y eso, hijo, ya es más que suficiente.
En ese instante, Rafael entendió que había llegado. No a un lugar, sino a un modo de mirar. Y se quedó ahí, junto al río. No a buscar respuestas, sino a empezar a vivirlas.