“El menú de los dioses discretos”

Hay días que no son días. Son altares.

No se cuentan en el calendario, ni se olvidan en la siesta. Se guardan, como un perfume en la piel, como la sal del mar en las pestañas.

Ese día fuimos muchos: Lucila, Silvia, Piero y yo, Omar. Antonella y Luigi trajeron a sus dos pequeños, traviesos y dulces, como el limoncello en verano. No vino Delia, porque el supermercato non chiude, nemmeno per amore. Pecatto.

Pero estábamos todos, incluso los que faltaban. Y en el centro, sin querer estar en el centro, Antonella.

Antonella

Ella no cocina. Ella compone sinfonías. La cuchara es su batuta. El aceite de oliva, su tinta. Cada gesto, una caricia. Cada sabor, un abrazo que no pide permiso.

Antonella no se presenta como chef. No necesita. La comida la presenta. Y nosotros, su público devoto – los chicos corriendo en la arena, Lucila riendo, y nosotros despertando las papilas gustativas, con los ojos cerrados, con los pies descalzos frente al mar.

La calamarata

Primero llegó la pasta, la regina. Calamarata, al dente, con su vestido de escollera. Pulpos, almejas, calamares – todos cantando bajo el mismo sol. Il sugo era ligero, casi tímido, pero dejaba huella.

No había duda: estábamos comiendo poesía.

I crostacei

Después, los langostinos. La coze, como le decía Luigi, aún con su armadura. Bailaban en aceite de oliva hecho en casa. Sin sal, porque los mejillones sabían lo que hacían. Era un equilibrio místico, como el de las buenas parejas.

Mozzarella, basilico e pomodori

Mozzarella di bufala, fresca como la mañana. Las hojas de albahaca todavía tenían rocío. Los tomates, mamita mia, eran un himno a la tierra. Si Dior embotellara ese olor, vendería milagros.

Il vino e il pane

Luigi sirvió su vino blanco. Ligero, con alma de travieso. Subía a la cabeza como una risa inesperada. El pan, integral, cálido. En la boca, se disolvía como una hostia consagrada. Era misa, pero con mantel a cuadros.

La frutta e la bellezza

La fruta llegó como llegan los ángeles: sin anunciarse. Ananá y sandía, pura frescura que se quedaba a vivir en el cuerpo. Y el centro de mesa… Antonella había esculpido el Louvre en cada tajada.

Il finale: ristretto e chianvelle

Cuando creímos que era el final, vino el final de verdad. El café ristretto, corto como un suspiro largo. Y el chianvelle – dulce mojado en vino de Luigi – fue el beso que cierra la historia.

Epílogo

-Italia no se come. Italia se agradece.

-Por sus sabores, sus abrazos, sus Antonellas.

-Porque hay comidas que alimentan el cuerpo, y otras que nos devuelven el alma.

-Aquel día en Terracina, frente al mar romano, descubrimos que la comida también puede ser memoria.

Y en la memoria, Antonella siempre será la que convierte ingredientes en milagros silenciosos.