Certezas y dudas
Hay días en que uno se levanta con una certeza. Que el café va a estar amargo. Que el mundo sigue dando vueltas. Que la nostalgia vuelve, puntual como siempre. Pero también hay otros días —más de los que uno quisiera— en que uno se despierta lleno de dudas.
Y no hablo de dudas existenciales de esas que usan los filósofos como si fueran bufandas. Hablo de dudas comunes, de las que pican bajito. ¿Será que hice bien? ¿Será que dije lo que debía decir? ¿Será que la felicidad no era eso?
Las certezas, cuando son honestas, ayudan a construir
Son ladrillos. Pero cuidado: también hay certezas cómodas, esas que uno no revisa para no arruinar la costumbre. Y esas terminan siendo muros.
La duda, en cambio, parece frágil
Pero tiene una virtud que la certeza a veces olvida: se mueve. Es incómoda, sí. Pero es también una forma de esperanza: solo duda quien todavía quiere entender. El que se resignó ya no duda, apenas bosteza.
Yo creo —y esto no es una certeza, sino una sospecha con buenas intenciones— que entre la duda y la certeza debería haber diálogo. Un mate de por medio. Como dos viejos conocidos que se critican con cariño. Porque la duda sola se convierte en parálisis. Y la certeza sola, en dogma.
A veces, las certezas se nos cuelan en los lugares más insólitos
Como cuando uno dice “esto ya no tiene arreglo”, refiriéndose al país, al amor o al reloj de pulsera. Es una certeza triste, pero suena segura. Como si al rendirse también se abrazara una verdad.
Otras veces, la duda aparece justo cuando no la esperábamos
Por ejemplo, cuando alguien que queremos mucho nos dice algo cruel. Y dudamos: ¿lo dijo en serio? ¿fui yo? ¿nos conocemos tanto como pensábamos?
También hay certezas heredadas
Como esos refranes que repetimos sin pensar. “Más vale malo conocido que bueno por conocer.” Qué frase injusta. Si uno se la toma al pie de la letra, nunca se enamoraría, nunca cambiaría de trabajo, nunca confiaría en nadie nuevo. Es decir, nunca viviría de verdad.
Y hay dudas saludables
Como la de los docentes que se preguntan si están enseñando bien. O la del periodista que duda de su fuente antes de publicar. O la de uno mismo frente al espejo, cuando se pregunta si aún está a tiempo de cambiar algo.
Tal vez, la sabiduría no esté en elegir entre dudar o afirmar
Sino en saber cuándo es tiempo de una y cuándo de la otra. Después de todo, como decía mi abuela, no hay que fiarse ni del clima ni de las verdades absolutas. Por las dudas.
Epílogo
Tal vez la certeza y la duda no deban pelear. Tal vez se puedan tomar del brazo, como quien camina sin apuro por una vereda rota pero soleada.
La certeza marca el paso, firme. La duda lo retrasa, por si acaso. Pero juntas avanzan. Se cuidan. Se corrigen. Se empujan cuando alguna se queda atrás.
A veces, la certeza le presta abrigo a la duda cuando hace frío. A veces, la duda le quita las telarañas a la certeza cuando se queda dormida.
Una le da peso a la palabra. La otra, le da aire. Porque qué aburrido sería todo si solo creyéramos. Y qué angustiante si solo dudáramos.
Por eso, si alguna vez las ves pasar, caminando juntas por la calle de tus pensamientos, no las interrumpas. No las apures. Apenas salúdalas con un gesto. Y seguí tu camino.
Con suerte, te invitan a caminar con ellas.