“Los que se olvidaron de agradecer”

Durante un tiempo, creyeron que el agradecimiento era un exceso. Una cortesía vieja, gastada.

Algo que se decía por costumbre, no por convicción. Así que empezaron a soltar las gracias como quien deja caer migas de pan: sin mirar atrás, sin notar a quién llegaban o si llegaban.

Al principio fue casi imperceptible

Dejaron de agradecer al conductor del autobús, al vecino que sostenía la puerta, a la cajera que devolvía el cambio con una sonrisa cansada. Después, se les volvió costumbre no mirar a los ojos, no decir “por favor”, no devolver un gesto mínimo con otro gesto mínimo. El mundo siguió girando, claro, porque el mundo no se detiene por una cortesía perdida. Pero algo, sin saberlo, se les fue vaciando adentro.

Ya no se daban cuenta de quién los ayudaba

Quién les tendía una mano en medio del cansancio, de quién los escuchaba sin pedir nada a cambio. Se volvieron expertos en creer que todo lo merecían: la atención, el servicio, el afecto. Lo reclamaban como si el cariño fuera un derecho y no un regalo. Como si los otros no se desgastaran también.

Y claro, el ego, siempre hambriento, siempre disfrazado de dignidad

Fue haciéndose fuerte. Se instaló con la seguridad de quien nunca será desalojado. Les prometió independencia, poder, libertad… pero les cobró caro. Porque un día, sin saber cuándo ni cómo, se despertaron solos. No sin gente, ojo, que aún los rodeaban muchos. Pero solos de verdad, sin alma compartida, sin hombros donde apoyar la tristeza, sin voces que vinieran a buscar la suya.

Fue entonces, y solo entonces, cuando empezaron a notar las ausencias

Las manos que ya no estaban. Los oídos que se cerraron. Las palabras que nadie más decía. Se acordaron —tarde— de esos “gracias” que nunca pronunciaron, como si fueran piedras que ahora pesaban en la lengua. Se sintieron torpes, desentrenados, como si tuvieran que aprender de nuevo a mirar con ternura.

Porque claro, el ego los había sacado del juego humano

Ese juego antiguo y simple que se juega con gestos, con silencios bien puestos, con palabras de afecto. Ese juego donde uno gana cuando comparte, no cuando conquista. Donde se triunfa al abrazar, no al competir.

Ahora caminan por las calles más despacio

Como si quisieran recuperar lo que no supieron cuidar. A veces, se detienen en medio de una conversación y sueltan un “gracias” que parece querer decir mucho más: “gracias por estar”, “gracias por quedarte”, “gracias por no haberte ido cuando yo no supe verte”.

Quizá no puedan volver al punto exacto donde todo se torció

Pero tal vez —solo tal vez— puedan aprender a jugar de nuevo. A veces, el juego humano solo pide eso: un gesto sincero, una palabra a tiempo, un corazón que no tema mostrarse humano.