“Lo que ves no es lo que es”

Hay una distancia invisible entre lo que ocurre y lo que creemos que ocurre.

Vivimos entre reflejos, proyecciones y fragmentos. Lo real no siempre se muestra, y lo que vemos es muchas veces lo que queremos —o tememos— ver. La percepción no es una ventana: es un espejo opaco. Filtra, distorsiona, suaviza o exagera.

Y cada uno carga el suyo, empañado por historias pasadas, emociones presentes y deseos aún sin nombre.

El eco de lo vivido

Nadie percibe desde el vacío. Todo lo que hemos sido tiñe lo que creemos ver ahora. La infancia, las pérdidas, las heridas, las esperanzas: todo actúa como un lente, a veces sutil, a veces feroz. Dos personas pueden mirar la misma escena y salir con dos verdades opuestas.

¿Cuál es la real? ¿Cuál es la ilusión? Tal vez ambas. Tal vez ninguna.

La trampa de los sentidos

Los ojos, los oídos, la piel… no son instrumentos de certeza. Recogen datos, sí, pero siempre dentro de un marco limitado. Interpretamos antes de comprender. Asociamos antes de observar. Y muchas veces, concluimos antes de preguntar. Lo que sentimos como «realidad» es más bien un mapa mental, armado con retazos de experiencia, cultura y supervivencia.

No vivimos en el mundo. Vivimos en la idea que tenemos de él.

El poder de la creencia

La percepción no solo es pasiva. También crea. Lo que crees termina moldeando lo que ves. Quien espera traición la encontrará. Quien busca belleza, la revela. Por eso la mente puede ser un cielo abierto o una jaula sin barrotes. Porque la percepción puede iluminar, pero también encerrar.

Puede abrir horizontes o repetir infinitamente los mismos círculos.

Despertar del sueño

No se trata de desconfiar de todo, sino de recordar que lo que creemos ver es, al menos en parte, una construcción. Una interpretación. Una posibilidad entre muchas. El despertar no es ver más, sino ver distinto.

A veces basta un silencio, una pausa, una mirada sincera hacia dentro para descubrir que el mundo no ha cambiado… pero uno sí.

La danza entre lo real y lo percibido

La realidad no es una cosa rígida y ajena.

Se manifiesta a través de lo que percibimos, pero también más allá de ello. Está en la grieta entre lo que fue dicho y lo que fue entendido. En la diferencia entre lo que es y lo que creemos que debería ser.

Aceptar esa danza —entre lo visible y lo invisible, lo externo y lo interno— no es rendirse al caos, sino abrazar una humildad más lúcida. Saber que todo lo que vemos es, en parte, una historia que contamos para sobrevivir.

Y que a veces, si respiramos hondo, podemos dejar que esa historia cambie.