“El cuento sin rostro”: Un relato sobre los prejuicios
No dijo nada. Entró como quien ya sabe que no es bienvenido. La gorra baja. Las zapatillas sucias. La campera grande. Las manos en los bolsillos, como escondiendo algo. ¿La intención? ¿El miedo?
Los que estaban en el almacén lo miraron. Algunos fingieron mirar otra cosa. Otros no se molestaron en disimular.
—Ese no es de acá —dijo uno.
—¿Lo conocés? —preguntó otro.
—No hace falta.
El almacenero, que conocía todas las caras del barrio, también se puso en guardia.
No lo conocía. Y eso bastaba. Afuera llovía. La tarde olía a encierro. Dentro, el aire pesaba como si alguien hubiera dicho una mala palabra. El chico caminó entre los estantes, mirando latas, pan, caramelos. No tocaba nada. No pedía nada. Solo miraba.
—Está esperando que nos vayamos —susurró una señora.
—Seguro vigila. Para alguien más.
La imaginación de los otros ya había escrito su delito.
Faltaba solo atraparlo en el acto. La señora de los gatos, apurada por la lluvia, se llevó la bolsa, pero olvidó el bolso. Uno de cuero marrón, gastado en las esquinas. Pasó un minuto. Tal vez dos. Nadie lo notó. Nadie excepto él.
El chico se acercó al mostrador. Miró el bolso. Miró la puerta. Entonces lo tomó. No lo abrió. No lo escondió. Simplemente salió.
—¡Pará ahí! —gritó alguien.
—¡Ladrón! —gritaron varios.
—¡Lo sabía!
Corrieron tras él. Lo alcanzaron antes de que cruzara la calle. El bolso cayó al suelo. Él también.
—¡Devolvelo!
—¡Qué te pensás!
—¡Delincuente!
Las voces eran muchas. Los dedos también. Apuntaban. Golpeaban. Afirmaban. Hasta que apareció la señora. Volvía empapada, y sin bolso. Vio la escena. Vio el bolso. Vio al chico en el suelo. Y entendió todo.
Nadie dijo nada. El silencio duró más que la lluvia. La señora tomó su bolso. Lo abrió. Todo estaba.
—Me lo estaba devolviendo —dijo.
Pero ya era tarde. El golpe estaba dado. El juicio dictado. La sentencia, cumplida.
El chico no lloró. Tampoco insultó. Se levantó despacio. Sacudió su ropa. Se acomodó la gorra. Y se fue. Algunos lo miraron irse. Otros bajaron la vista. La vergüenza, cuando llega, siempre llega muda. Nadie pidió perdón. Nadie se atrevió.
Desde entonces, el almacenero mira dos veces antes de sospechar. Y los vecinos dudan antes de señalar. Pero ya no lo ven. El chico no volvió. Quizás porque aprendió a no confiar. O quizás porque entendió que, a veces, un rostro es todo lo que hace falta para ser culpable.
Los prejuicios no gritan.
Susurran bajito, desde la esquina de los ojos. Se visten de certeza, pero nacen del miedo. No necesitan pruebas. Les basta con una cara, un color, una forma de caminar.
Y cuando atacan, no siempre dejan marcas visibles. A veces solo dejan ausencias. Como la del chico que no volvió. Como la confianza que no se recupera.
Porque no todos los juicios se dictan en tribunales. Algunos se ejecutan en la fila del almacén, bajo la lluvia, mientras nadie mira de verdad.