Silencio. El más ruidoso de todos los sonidos
Golpea sin manos, empuja sin cuerpo, deja moretones donde no hay piel. Un día estábamos ahí, jugando con el mundo entre los dedos, creyendo que el amor se decía con abrazos y promesas, y al otro, el mundo se calló. No con gritos, no con portazos. Con algo peor: la ausencia de una voz que antes nos nombraba.
Que alguien te retire la palabra es como morir un poco y seguir caminando
Pero cuando esa palabra era la cuerda que te unía al cielo, cuando venía de quien te enseñó el nombre del pan y del miedo, el daño se hace cueva. No hay linterna que alumbre ese silencio. No hay pregunta que no se devuelva vacía.
Y ahí está el niño, con los ojos grandes de querer entender
¿Qué fue? ¿La taza rota? ¿La risa a destiempo? ¿La palabra que se escapó por error? No hay juicio, no hay condena. Solo hay castigo. Castigo sin ley, sin defensa. Uno aprende entonces a vigilar cada gesto, a medir cada paso. Porque si el amor se calla, tal vez fue culpa de uno. Tal vez uno no supo ser suficiente para que el amor siguiera hablando.
Con el tiempo, ese silencio se muda a dentro
Se hace eco. Se repite como un rezo invertido. Uno empieza a callarse antes de hablar. A disculparse antes de equivocarse. A sospechar del cariño, por si acaso. Porque ya aprendió que hasta el amor más tierno puede desaparecer sin aviso, sin despedida, como un tren que nunca para en tu estación.
Después, con los años, uno se vuelve experto en adivinanzas
Aprende a leer miradas, silencios, posturas. A vivir esperando señales. Porque la palabra que un día se fue sin explicación nunca volvió a abrir la puerta. Y uno se quedó ahí, parado, con las manos llenas de preguntas.
Y entonces, tal vez un día, ese niño ya grande tiene un hijo
Y lo escucha llorar, reír, romper cosas, equivocarse. Y se acuerda. Se acuerda de lo que dolía no ser nombrado, no ser mirado, no ser nada. Y decide que, pase lo que pase, siempre habrá una palabra que lo llame, una voz que lo acoja. Porque el silencio, ese silencio que le apagó la infancia, no se hereda. No otra vez.
Hay castigos que no dejan cicatriz en la piel, pero sí en la voz
Y los más crueles no necesitan látigos. Solo basta con dejar de hablar. Con eso alcanza para que alguien crezca creyendo que el amor se puede apagar, que el cariño es condicional, que la culpa es muda.
Pero también, también hay quien recuerda el silencio y decide romperlo. Con palabras suaves, con paciencia, con abrazos hablados.
Porque a veces, hablar también es una forma de perdonar. Y de empezar.