“Cinco desvaríos matinales y un epílogo”

Que quizás te despierten, aunque no prometo nada.

  1. Despertar, qué verbo tan maltratado, tan sucio ya de tanto usarse en canciones de autoayuda y discursos de café recalentado.

Abrir los ojos no es más que una insolencia cotidiana contra el olvido, eso que ocurre mientras el mundo sigue sin saber si valemos la pena. No hay ángeles tocando trompetas ni sentido escondido tras el bostezo. Solo el cuerpo, ese despojo con horario, que decide no morirse hoy, al menos no todavía.

Y, sin embargo —y este «sin embargo» es importante—, en ese acto sin aplausos ni testigos, uno encuentra una forma primitiva de esperanza: la de estar, la de seguir, aunque no se sepa para qué.

  1. Pensar bien es una herejía, sobre todo cuando todo el mundo piensa mal, pero con convicción, que es lo que parece importar ahora.

Vivimos en la era del pensamiento encapsulado, listo para consumir. Pero aún hay quien se atreve a dudar con elegancia, a preguntarse sin GPS ni horóscopo.

Y aunque pensar bien no salva, al menos incomoda, y en esa incomodidad nace un tipo torpe de fe: que quizás no todo está perdido, o no del todo, o no para siempre.

  1. El miedo, viejo compañero, no ha muerto ni morirá, sería ingenuo creerlo.

Pero ya no le dejo la silla más cómoda ni le sirvo el pan caliente. Que ladre, que se atragante con su baba de siglos. Lo miro, sí, pero sin agachar la cabeza, porque he aprendido que el valor no es ausencia de miedo, sino su domesticación.

Y en esa faena sucia y silenciosa, descubro que avanzar no es conquistar reinos, sino cruzar pasillos oscuros con la certeza de que la luz existe, aunque aún no se vea.

  1. Caer es rutina, como pagar impuestos o fingir entusiasmo en conversaciones vacías.

Pero en el suelo, entre el polvo y la decepción, se encuentra a menudo lo más digno del alma: la terquedad. Porque levantarse no es un acto heroico, es una respuesta tozuda, casi ridícula, a la gravedad del mundo.

No se trata de ganar, que eso es para los anuncios; se trata de resistir, de reescribir el día con lo que queda, aunque lo que quede apenas alcance para una línea, una palabra, un suspiro.

  1. Hacer inventario de lo bueno es tarea de arqueólogo:

Hay que excavar entre ruinas, entre días vacíos y noticias grises. Pero a veces aparece algo, un gesto que no pedimos, una risa que no esperábamos, una taza de café que no se enfría demasiado rápido.

Y entonces uno recuerda que la vida no se construye con fuegos artificiales, sino con chispas, y que quien no aprende a ver en la penumbra se pierde lo poco que ilumina. No se trata de negar la oscuridad, sino de no cederle el alquiler del alma.

Epilogo:

Y al final Hilda, cuando la mañana ya no es promesa sino saldo, cuando los desvaríos han dicho lo suyo —sin pedir permiso ni disculpas—, queda uno mismo, desnudo de certezas, pero lleno de señales.

Porque vivir, al fin y al cabo, es hacer equilibrio en la cuerda floja del absurdo, con el corazón como pértiga y los sueños como red. Y sí, a veces se cae, pero otras veces se vuela un poquito, aunque nadie lo vea, aunque no lo crean, aunque uno mismo lo dude.

Y en ese vuelo fugaz, en ese segundo que no alcanza para una selfie ni para un verso, uno entiende —o cree entender— que estar despierto no es solo abrir los ojos, sino no cerrarlos del todo ante el milagro de seguir aquí. A pesar del mundo. A pesar de uno.

Fin del insomnio. Inicio del día. Otra vez. Otra vez. Otra vez.