“Las voces del pueblo en tiempos de Jesús”
En la Judea del siglo I, comer no era placer: era resistencia.
El pan, hecho de cebada rústica, era más duro que la vida. En los platos pobres se repetían las lentejas, el agua tibia y la fruta seca como esperanza marchita. Mientras tanto, en las mesas de los señores, los vinos se servían sin culpa y las carnes cantaban en las brasas. Dos mesas separadas por un abismo. Dos mundos que solo se encontraban en los impuestos o en el llanto.
La educación no era un derecho: era una herencia.
El saber se encerraba en las casas de los ricos, donde los niños aprendían a dominar en griego y a mandar en latín. Los otros —los muchos— apenas reconocían una letra, si la vida o un rabino generoso les daba ese milagro. El conocimiento no se compartía: se blindaba.
Las enfermedades venían sin preguntar.
Pero la cura, esa sí, tenía precio. La lepra, la fiebre, la disentería: plagas democráticas en su llegada, clasistas en su tratamiento. Los pobres rezaban. Los ricos pagaban. Jesús, carpintero y sanador, no vendía promesas: las ofrecía con manos sucias y palabras limpias.
En esa tierra antigua, llena de historia y heridas, medio millón de almas respiraban bajo el peso de Roma.
Jerusalén, ciudad de piedras sagradas y sueños rotos, ardía en tensiones. La esperanza del pueblo tenía nombre: Mesías. Pero el Imperio tenía legiones.
Los romanos multiplicaban dioses como monumentos.
Júpiter, Marte, Venus… y el Emperador, que exigía incienso como si fuera eterno. La religión, en sus templos de mármol, era otra forma de gobierno. Quien no adoraba, traicionaba. Quien dudaba, pagaba.
Los judíos eran tercos, antiguos, únicos.
Solo creían en uno. Pero entre ellos también se dividían: los fariseos enseñaban, los saduceos negociaban, los esenios huían, los zelotes peleaban. Todos rezaban por lo mismo; todos desconfiaban del otro.
El trabajo no ennoblecía: agotaba.
Los pobres construían, pescaban, tejían, sembraban. Sus manos sostenían el mundo que otros disfrutaban. Jesús, hecho también de madera y sudor, hablaba su idioma: el de los que tienen astillas bajo las uñas y fe donde duele.
Sí, había médicos.
Sabían de hierbas, de estrellas, de cuchillos filosos. Pero curaban a los que podían pagar, no a los que más lo necesitaban. Por los caminos, profetas y sanadores ofrecían algo más barato: esperanza. Algunos eran estafadores. Otros, como aquel Nazareno, simplemente hacían que los ciegos vieran y los cojos anduvieran. Sin cobro, sin receta. Sin permiso.
Para los ricos, el futuro era un plan. Para los pobres, una oración.
Ellos vivían del próximo sol, del próximo grano, del próximo milagro. Pero todos, pobres y poderosos, levantaban la vista al cielo. No por fe: por necesidad.
El Imperio cobraba. Herodes cobraba. El Templo también.
Los únicos que no cobraban eran los que lo daban todo. La cruz no era solo una ejecución: era una estructura invisible que aplastaba al que nacía en el lugar equivocado. Decir que los últimos serían los primeros era más que una parábola. Era una amenaza.
Epílogo con ojos abiertos
Hoy todo cambió mucho. ¿O tal vez no tanto? La buena medicina sigue siendo para los que más tienen. Los analfabetos siguen ahí. La búsqueda de Dios continúa. Los impuestos, como en tiempos de los romanos, siguen el camino de la injusticia: el pueblo paga, los que mandan roban. Algo creció —y a veces tambalea—: la Fe.
Recordar no es nostalgia: es insurrección.
En los caminos de aquella Judea, donde la desigualdad no se discutía porque se daba por sentada, alguien sembró palabras nuevas. Palabras que aún hoy caminan entre nosotros: justicia, compasión, pan compartido.
Esa tierra antigua, tan lejana y tan nuestra, fue espejo de un mundo dividido entre los que tienen y los que esperan. Pero también fue promesa. Porque hubo voces que se alzaron. Y todavía resuenan.
¿De dónde sale todo esto? No invento: leo. Porque leer también es rebelarse.
Tres libros me acompañaron en este viaje:
- Jesús: Aproximación histórica, de José Antonio Pagola —para entender al hombre detrás del mito.
- Una historia del pueblo judío, de Paul Johnson —para seguir los pasos del pueblo que caminó siglos enteros con la esperanza al hombro.
- La vida en tiempos de Jesús, de Miriam Feinberg Vamosh —que pinta con palabras la rutina de los que nunca salen en los retratos oficiales.
A los que quieran mirar más allá de las páginas sagradas, les digo: ahí hay verdad. Una que arde. Una que sana.