La incertidumbre la visita cada noche

No golpea la puerta: se cuela por las rendijas, se sienta a los pies de la cama y le susurra verdades que no quiere oír. Le habla del futuro que no llega, del control que nunca tuvo, de las respuestas que nadie le debe.

No la invitó, pero ahí está. Con su rostro de niebla y sus manos llenas de preguntas. Le quita el sueño y le da lecciones.

Porque la incertidumbre es eso:

Una maestra sin voz, que enseña sin pizarras ni relojes. Enseña a perder sin romperse, a esperar sin desesperar, a confiar sin garantías. El mundo le enseñó a temerla, a vestirla de amenaza. Pero empieza a verla con otros ojos.

Tal vez no sea enemiga, sino aliada disfrazada. Tal vez en su caos habite una forma de orden que aún no comprende.

Quiso amarrar el tiempo

Dibujar mapas sobre un terreno que se mueve. Quiso ser arquitecta del destino, sin saber que el viento también tiene sus propios planos. Ahora entiende que no necesita saberlo todo.

No es dios ni adivina. Es apenas un hilo más en ese tapiz que nunca deja de tejerse.

Así que respira. Suelta

Se despoja del deber de controlar lo incontrolable. Y empieza a bordar, puntada a puntada, una manta para las noches frías. Una manta hecha de paciencia, coraje y dudas bien cuidadas.

Porque vivir —le susurra la incertidumbre— no es tener certezas. Es caminar en la niebla con los ojos bien abiertos. Y aprender a encontrar belleza, incluso cuando el camino no se ve.

Y mientras avanza, sin promesas ni caminos marcados, se da cuenta de algo esencial: no está perdida, está viva. Y estar viva, pese a todo, es un milagro radical.