Refugiados sin refugio: la paradoja de los países árabes ricos
En las últimas dos décadas, los flujos migratorios procedentes del mundo árabe y África han aumentado de manera constante. Millones de personas, la mayoría de confesión musulmana, han huido de conflictos armados, crisis humanitarias y colapsos económicos en países como Siria, Yemen, Sudán o Somalia.
Estos desplazamientos forzados han sido causados en gran parte por regímenes autoritarios, guerras civiles, intervenciones militares extranjeras y la acción de grupos extremistas como el Estado Islámico, Al Qaeda o milicias locales. A ello se suman los efectos de la corrupción estructural, el deterioro institucional y, en algunos casos, el cambio climático como factor agravante.
Sin embargo, a pesar de compartir lengua, cultura y religión con sus vecinos más prósperos del Golfo, los países árabes más ricos apenas han acogido refugiados musulmanes en su territorio. En contraste, gran parte de la carga humanitaria ha recaído, inesperadamente, sobre Europa.
- Cercanos en religión, distantes en política
La mayoría de los Estados del Golfo —Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Catar, Kuwait y Baréin— no son firmantes de la Convención de Ginebra de 1951 sobre los refugiados. Esto les exime de la obligación legal de proporcionar asilo, y lo reflejan en su práctica: no existen sistemas públicos de protección, integración o ciudadanía para quienes huyen de guerras.
Sus economías, altamente dependientes de trabajadores extranjeros, han desarrollado sistemas como el «kafala», que permite la contratación temporal bajo estrictas condiciones laborales. Sin embargo, estos trabajadores migrantes no gozan de derechos sociales ni posibilidad de asentamiento permanente. Se trata de una migración económica controlada, no humanitaria.
- La ayuda que no llega en forma de refugio
En lugar de acoger personas, los gobiernos del Golfo han optado por una estrategia indirecta: transferencias económicas a países receptores como Jordania, Líbano o Turquía. También han financiado infraestructuras en campamentos de refugiados y enviado ayuda médica y alimentaria.
Esta contribución, aunque significativa, no resuelve el problema de fondo: millones de desplazados viven en condiciones precarias, sin acceso real a una segunda oportunidad.
- Europa, entre la obligación y la resistencia
Desde 2011, la Unión Europea ha recibido un número creciente de refugiados procedentes de zonas en guerra, especialmente Siria. Países como Alemania y Suecia implementaron políticas de acogida ambiciosas, aunque posteriormente restringidas por presiones políticas internas y el avance de discursos nacionalistas.
Pese a los desafíos, la UE ha mantenido mecanismos de asilo, aunque tensos y en constante revisión. En contraste con los países árabes del Golfo, Europa ha implementado programas de reasentamiento, integración y protección internacional, lo que convierte al continente en el principal destino para quienes huyen del conflicto, incluso si eso implica atravesar rutas mortales como el Mediterráneo.
- Un principio religioso ausente de la política
La idea de «umma», la comunidad global de musulmanes ha sido invocada en discursos y conferencias, pero rara vez se traduce en acción política. La fragmentación sectaria (suníes vs. chiíes), las rivalidades geoestratégicas y el temor a la desestabilización interna han pesado más que los principios de solidaridad religiosa. La identidad compartida no ha sido suficiente para construir políticas comunes de acogida.
- Epilogo: la frontera moral
La ausencia de respuesta por parte de los países árabes más ricos ante la crisis de refugiados plantea una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto los vínculos culturales y religiosos condicionan realmente la acción política?
Mientras miles de personas cruzan desiertos, montañas y mares para encontrar refugio, los Estados que podrían ofrecerlo con menor coste político y económico optan por el silencio o la distancia diplomática.
Los campamentos improvisados siguen creciendo. Las rutas hacia Europa se vuelven más peligrosas. Y la idea de solidaridad panislámica, tantas veces repetida, permanece como una promesa incumplida en el papel de los discursos.