Relatos verdaderos:” El cuaderno rojo”

De chico no mentía: improvisaba realidades. No es lo mismo. Mentir es decir que estudiaste cuando no lo hiciste; improvisar realidades es inventar que hiciste un posgrado en la NASA sobre cómo estudiar sin abrir un libro.

Tenía nueve años y una creatividad más peligrosa que las tijeras de punta. En casa me decían “ingenioso”, que creo que era un eufemismo cariñoso para “tremendo chamuyero” (generador de palabras y frases para mentir).

Rosa

El problema era la señorita Rosa. Esa mujer no solo era inmune, sino que parecía disfrutar viéndome estrellar contra su muro de indiferencia. Ni el gato colgado de la parra, ni el dolor de panza (con actuación digna de un Oscar) le arrancaban un gesto.

Un martes, después de decirle que me habían abducido justo antes de Matemática, me pidió que me quedara. Yo pensé: “Listo, me expulsa”. Pero no.

Sacó un cuaderno rojo, tapa dura, olor a nuevo, y me dijo:

Enrique, acá vas a escribir la verdad. Todos los días. Sin extraterrestres.

  • Cuaderno rojo – Día 1

“Hoy casi me choca un auto. Era rojo. Bueno… gris. En realidad, un colectivo. Bueno… estaba lejos.”

La primera semana fue puro guion de Hollywood: bebés salvados, tíos espías, poderes telepáticos. Ella no decía nada, pero pedía detalles. Ahí me trababa.

  • Cuaderno rojo – Día 7

“Llegué tarde porque mi hermano me escondió las medias.”

Esperaba un reto, pero me dio una fotocopia de lo que había explicado. Sin sermón. Eso me confundió. A los pocos días, empecé a escribir cosas feas pero ciertas.

  • Cuaderno rojo – Día 12

“No me gusta el recreo. Siempre me eligen último para el fútbol. Me hacen arquero y me gritan si entra un gol.”

  • Cuaderno rojo – Día 15

“Mamá lloró en la cocina. No sé por qué. Me escondí en mi cuarto.”

Rosa no resolvía nada, pero escuchaba. Y descubrí que no hacía falta disfrazar mis problemas para que alguien me prestara atención.

De a poco, mis historias fantásticas se apagaron.

No de golpe, como cuando te sacan un juguete, sino como una lámpara que se va quedando sin pila. En la secundaria ya no me salían igual.

Un amigo me dijo una vez:

Enrique, sos demasiado honesto para esta época.

Y yo pensé que, sin ese cuaderno rojo, todavía estaría inventando que mi perro imaginario se comió la tarea.

Epílogo

Ya mayor, entiendo que aquella actitud infantil, la psicología la llama ‘manipular’, y que lo hacía para conseguir atención y cariño, aunque fuera inventando realidades.

Hoy trabajo en una oficina donde la mentira es moneda corriente. Me sugieren “maquillar” un par de informes. Tal vez tendría más éxito, pero no lo hago.

Pero me acuerdo de la cara de Rosa y de cómo me enseñó que la verdad no es aburrida si la contás con tu propia voz. Sigo improvisando, claro, pero ahora en sobremesas, para hacer reír.

El resto del tiempo, Enrique —ese chico que dejó de inventar para empezar a contar— todavía camina conmigo.