Fe, Esperanza y Confianza: Tres hermanas sin apellido
Nadie sabía dónde estaban. Podía ser la sala de espera de un hospital viejo, con sus sillas de plástico y café tibio; o quizá la cocina de un alma rota, con una tetera olvidada sobre la hornalla.
Allí, sentadas en torno a una mesa de madera marcada por el tiempo, se reunieron. Tres hermanas sin apellido: Fe, Esperanza y Confianza.
Fe habló primero, como siempre.
—Yo soy la más importante. Sin mí, un padre no se atreve a dejar que su hijo camine solo a la escuela. Sin mí, una madre no reza mientras el avión atraviesa turbulencias. Sin mí, no hay primer paso hacia lo desconocido.
Esperanza sonrió con los labios, no con los ojos.
—Querida, tú eres un salto al vacío. Yo soy quien tiende la red. Cuando alguien pierde el trabajo y no sabe cómo alimentar a sus hijos, yo cuelgo un cartel que dice mañana. Cuando el mundo se llena de guerra, yo guardo en un bolsillo una semilla para plantar después.
Confianza acomodó su silla con calma, como quien no tiene prisa, pero sabe que su turno llegará.
—Ustedes viven gracias a mí. Sin pruebas, tu Fe es ingenuidad. Sin resultados, tu Esperanza es mentira. Yo soy la mano firme del médico que dice “va a salir bien”. Soy el puente que permite cruzar incluso cuando el río ruge.
Fe ladeó la cabeza.
—¿Y cuando no hay hechos? ¿Cuándo todo es silencio y niebla? Ahí me buscan, aunque no me vean.
Esperanza dio un golpecito en la mesa.
—Y yo aparezco cuando ustedes dos se cansan. Sí, incluso tú, Fe.
Confianza la miró fijo.
—Tu farol a veces ilumina ruinas.
—Sí —respondió Esperanza—, pero alguien tiene que recordar que hasta las ruinas pueden reconstruirse.
El silencio cayó como una manta pesada. Afuera llovía de esa lluvia que parece no mojar… pero empapa por dentro.
Fe habló en voz baja.
—Creo que nos necesitamos. Yo levanto. Tú, Esperanza, sostienes. Y tú, Confianza, das firmeza.
Esperanza asintió despacio.
—Yo guardo la chispa. Tú, Fe, la prendes. Y tú, Confianza, logras que la gente se acerque sin miedo.
Confianza respiró hondo.
—Yo construyo puentes. Pero sin ustedes, nadie los cruza.
La lluvia se detuvo y un arcoíris tímido se dibujó en la ventana.
—Ahí está —dijo Esperanza—, un pedazo de cielo sobre la tierra.
—Ahí está —dijo Fe—, la promesa de que algo bueno vendrá.
—Ahí está —dijo Confianza—, la prueba de que después de la tormenta, hay luz.
Entonces, la puerta se abrió. Entró un niño. Ropa mojada. Mirada hueca.
No preguntó nada. Se sentó en medio de ellas.
-Esperanza le puso una mano tibia en el hombro, como quien recuerda a un huérfano que todavía hay abrazos.
-Fe lo miró como quien ve más allá del presente, hasta un lugar donde él corre descalzo y sonríe.
-Confianza le acercó una taza humeante, pesada y real en sus manos frías.
El niño sonrió. No era una sonrisa grande. Ni siquiera completa. Pero era.
Y en esa media sonrisa estaban ellas tres: invisibles, intactas, sosteniendo a alguien al borde del abismo… como siempre lo han hecho.