Envejecer mal y envejecer bien

El rencor como pasatiempo vs. la gratitud como elección

Algunos coleccionan estampillas; otros, rencores. Los primeros llenan un álbum, los segundos la espalda. El problema es que, con los años, el resentimiento se afila: cada día se entrena en silencio como si fuera un gimnasio emocional. Se repite la misma historia: aquel saludo no devuelto en 1987, aquel novio que “era para ellas”, aquella copa de vino que nunca les sirvieron en una cena de hace veinte años.

Envejecer bien, en cambio, es elegir la gratitud. No porque todo haya sido perfecto, sino porque siempre hubo alguien que estuvo, un gesto amable que contar, una mano que ayudó. El que envejece bien recuerda más los cafés compartidos que las discusiones perdidas. Y su memoria se convierte en álbum, no en archivo judicial.

La envidia como combustible vs. la alegría compartida

La envidia es el combustible preferido de las sobremesas amargas. Se disfraza de comentario inocente: “Mirá el auto que se compró” o “claro, como ella tuvo suerte”. El esfuerzo ajeno nunca aparece; todo es casualidad o trampa. Y así, cada éxito externo se convierte en injusticia personal.

Pero también existe la otra mirada: la del que celebra sin sentirse menos. Envejecer bien es brindar por los logros ajenos como si fueran propios. Sí, el vecino puede tener pasto más verde, incluso plástico… pero, en vez de amargarse, se elige regar el propio. Y hasta compartir una cerveza en el jardín.

El ego inflado vs. la escucha como superpoder

Con los años debería llegar la calma y la capacidad de escuchar. Pero envejecer mal muchas veces significa convertirse en una radio que nunca se apaga. Hablan de todo y de todos, con autoridad incuestionable: política, dietas, cómo criar hijos… aunque nunca hayan hecho nada de eso. El ego crece tanto que termina alejando a los demás, como globo aerostático que se pierde en el cielo.

Envejecer bien es exactamente lo contrario: transformar la experiencia en escucha atenta. El que sabe envejecer no necesita ganar cada discusión, se permite decir “no lo sé” y hasta aprende de alguien más joven. No colecciona monólogos, colecciona historias.

La rigidez como refugio vs. la curiosidad como brújula

Los tiempos cambian: música en streaming, autos que se manejan solos, recetas que se buscan en YouTube. El que envejece mal se refugia en el “siempre fue así”. Rechaza lo nuevo como quien espanta un mosquito, aunque sea un dron. Y termina encerrado en su propio museo, con entradas agotadas solo para él.

El que envejece bien, en cambio, mantiene viva la curiosidad. Se ríe de sus intentos fallidos con la tecnología, pide ayuda sin vergüenza y se sorprende con lo que aprende. No significa renunciar a lo conocido, sino agregar capítulos nuevos. Porque, al final, la curiosidad es la vitamina más barata para el cerebro.

La amargura cotidiana vs. la serenidad elegida

El resultado de rencores, envidias, egos y rigideces suele ser el mismo: amargura. Son expertos en encontrar la nube en el día soleado, la mancha en la pared blanca, el error en la buena noticia. Hablar con ellos es como abrir una ventana para que entre humo en lugar de aire.

Envejecer bien, en cambio, es apostar a la serenidad. No significa negar los problemas, sino elegir no revolcarse en ellos. Es reírse de las torpezas propias, disfrutar de lo que queda y contagiar ganas de estar cerca. Porque si la amargura intoxica, la serenidad ventila.

Epílogo

Envejecer, al fin y al cabo, es un espejo.

Algunos se reconocen con humor y ternura; otros, con sombras y reproches. Lo cierto es que nadie está condenado a envejecer mal: se trata de revisar las miserias a tiempo y de entrenar un poco de gratitud, de curiosidad y de escucha.

Envejecer bien no es no arrugarse: es arrugarse con gracia. Y, de paso, tener siempre a mano una anécdota que saque una sonrisa en lugar de un suspiro.