España, la verdad incómoda de los incendios

Arde el campo, arden los montes, arde la memoria de un país que todavía se mira en el espejo de la ceniza. El verano de 2025 pasará a la historia como uno de los más devastadores: más de 340.000 hectáreas consumidas por las llamas, una cifra que ya ha superado con creces el récord de 2022.

El mapa entero de la península se ha teñido de rojo: Castilla y León, Galicia, Extremadura, Cataluña, Andalucía. El fuego no descansa y el humo se convierte en lenguaje común de pueblos y ciudades.

El incendio no distingue entre encinares y trigales.

La ola que arrasa los montes está devorando también tierras de cultivo: 18.229 hectáreas agrícolas calcinadas en lo que va de año. Cataluña y Andalucía llevan la peor parte; Agro seguro calcula indemnizaciones por 2,5 millones de euros, más de un millón solo en los cereales de Lleida.

En Extremadura, Castilla-La Mancha o Aragón las pérdidas también se cuentan en cientos de miles. Y lo que queda por venir. No es solo paisaje: es pan, es vino, es ganado, es economía rural echa humo.

¿Por qué ocurre esto? La primera respuesta es el clima.

El calendario del fuego ya no empieza en julio ni termina en septiembre. Olas de calor tempranas, sequías prolongadas, atmósferas secas y vientos caprichosos convierten cualquier chispa en un incendio de alta intensidad. La ciencia lo advierte: las temporadas se alargan y los episodios extremos se multiplican.

Pero culpar al termómetro no basta. La mayoría de los incendios en España tienen origen humano: negligencias, quemas agrícolas mal controladas, colillas, maquinaria, intencionalidad. El rayo, ese chivo expiatorio romántico, explica apenas una parte de la catástrofe.

La segunda respuesta somos nosotros mismos.

Décadas de abandono rural han convertido los montes en un polvorín. Donde antes había mosaico —campos labrados, pastos abiertos, huertas y viñas— hoy se extiende un continuo de matorral y combustible. La “España vaciada” ha dejado de cuidar el paisaje que, a su manera, era también un cortafuegos.

Y ahí está el resultado: casas rodeadas de maleza, caminos intransitables, urbanizaciones que crecen al borde del monte sin plan de autoprotección. Cada verano lo vemos repetido: las llamas rozan las ventanas y la población huye mientras helicópteros intentan contener lo incontenible.

A esto se suma la confusión.

Tras cada gran incendio, corren bulos: que si “se quema para plantar placas solares”, que si “no nos dejan limpiar el monte”. La realidad es otra: la Ley de Montes prohíbe cambiar el uso forestal tras un incendio, y la obligación de desbrozar sigue vigente, aunque muchas veces no se cumpla.

El problema no es la ley, sino la falta de medios, de vigilancia y de voluntad política para sostener un trabajo silencioso, caro y poco vistoso: limpiar, clarear, planificar.

¿Y la gestión?

Hay avances, claro: brigadas más profesionalizadas, tecnología satelital, coordinación nacional, más medios aéreos. El Estado ha reforzado la predicción meteorológica, ha incorporado drones, y la Guardia Civil persigue con más ahínco a los incendiarios.

Pero la estrategia sigue siendo desigual, con comunidades autónomas que invierten de forma muy distinta en prevención. Se gasta mucho más en apagar que en preparar el paisaje. Es la eterna paradoja: preferimos el espectáculo del helicóptero sobrevolando la columna de humo a la rutina de un pastor limpiando con su rebaño el matorral en invierno.

¿Se puede prevenir? Sí, pero no con discursos.

La prevención se escribe con trabajo paciente: podas, clareos, fajas de seguridad, quemas prescritas, planes de autoprotección en cada pueblo. Se escribe también con mosaicos agrícolas que fragmenten el combustible: olivares, viñas, cultivos que sirvan de cortafuegos naturales.

Se escribe con ganadería extensiva y con la vuelta de la población al campo. Prevenir es invertir en lo invisible, en lo que no saldrá en el telediario porque, sencillamente, no arde.

El fuego seguirá viniendo.

La cuestión es si aprenderemos a convivir con él de otra manera. O si preferiremos seguir improvisando cada verano, como si la ceniza no hablara de nosotros.  Porque lo que está en juego no es solo un bosque ni una cosecha: es la manera en que un país decide cuidar o abandonar su propio territorio.