La libertad de opinión y la trampa identitaria en torno a «Homo Argentum»
La libertad de opinión es uno de los pilares de las sociedades democráticas, pero también uno de sus terrenos más disputados. El debate público suele mostrar hasta qué punto se confunden los planos: respetar a una persona no significa blindar de crítica a lo que piensa.
El filósofo español José Antonio Marina (1939) lo explica con precisión: “La libertad de expresión protege a las personas, pero no hace respetables todas las opiniones”. Esta distinción, que parece obvia, es la primera que se pierde en medio de la confrontación cultural. Marina insiste en que considerar todas las opiniones igualmente válidas es “abdicar del pensamiento crítico”.
Esa confusión se hace patente en los debates que rodean al arte y la política. Y el caso argentino reciente lo ilustra con claridad.
La película como espejo incómodo
El estreno de Homo Argentum (2025), dirigida por Mariano Cohn y Gastón Duprat, puso en escena lo que Marina llama la “trampa identitaria”. El filme, protagonizado por Guillermo Francella en dieciséis episodios donde encarna distintos estereotipos del “ser argentino”, propone un retrato satírico de la vida nacional: inseguridad convertida en paranoia, ostentación consumista, tensiones familiares, oportunismo político, devoción futbolera.
El resultado dividió aguas
Hubo elogios a la versatilidad actoral de Francella y a la capacidad de ciertas viñetas para incomodar; también críticas por el exceso de clichés porteño-céntricos y la inclusión de publicidad encubierta. Pero el debate se politizó de inmediato cuando el gobierno de Javier Milei la reivindicó como parte de su “batalla cultural”. A partir de entonces, la película dejó de ser discutida como obra para convertirse en símbolo.
La consecuencia es previsible: criticar el filme equivale a atacar la identidad nacional; defenderlo, a alinearse con un proyecto ideológico. La obra se vuelve menos un objeto de análisis y más una prueba de pertenencia.
España: el otro espejo
Algo semejante ocurre en España con los debates en torno a la memoria histórica. La exhumación de restos franquistas, las películas sobre la Guerra Civil o los actos de conmemoración disparan reacciones cargadas de ideología. Allí donde debería haber discusión estética o histórica, se instala la lógica de la trinchera.
Marina ofrece aquí una brújula: separar el respeto a la persona de la crítica a la idea. Señala que cuestionar una película sobre la Guerra Civil no significa atacar a quienes se identifican con una memoria determinada. Y advierte que una sociedad libre necesita más que el simple permiso para hablar: “Una sociedad libre no solo debe permitir que se hable, sino fomentar que se hable bien. Con fundamento”.
Redes y banalización del debate
El problema se agudiza en redes sociales, donde el intercambio se reduce a eslóganes, memes y frases cortas. La opinión se disfraza de información, y el análisis profundo queda desplazado. Marina advierte que vivimos una “crisis absoluta de la argumentación”, alimentada por la pérdida de capacidad lectora y la falta de tiempo para razonar con detalle.
En este escenario, la libertad de opinión corre el riesgo de convertirse en ruido: voces que se superponen sin criterios de validez, discusiones que se transforman en duelos de identidad más que en contrastes de argumentos.
Una lección vigente
El caso de Homo Argentum en Argentina y las polémicas sobre la memoria en España muestran el mismo patrón: la libertad de opinión, mal entendida, deriva en polarización y enfrentamiento.
La alternativa, sugiere Marina, es exigir razones. No se trata de censurar ni de imponer consensos forzados, sino de sostener el diálogo con argumentos verificables. “¿Y tú cómo lo sabes?”, propone como pregunta elemental para devolver al debate público la disciplina de la razón.
Respetar a las personas, sí; pero pedir cuentas a las ideas. Solo así la libertad de expresión dejará de ser un campo de batalla simbólica y podrá convertirse en un espacio de construcción compartida.