Miércoles: “El respeto”
Podría sonar sencillo, casi ingenuo, pero en realidad se trata de un desafío mayor que cualquier epopeya: respetar. No es fácil, porque nuestra costumbre es juzgar. Nos han enseñado que hay una manera correcta de vivir y millones de formas equivocadas. Desde pequeños, aprendemos que lo que es distinto nos amenaza, y que lo diferente hay que domesticarlo o señalarlo. Así crecemos, y así repetimos. Pero en verdad, ¿quién tiene el derecho de medir con una sola vara la vida de los demás?
No hace falta pensar igual para convivir.
Las ideas no son uniformes, ni deberían serlo. Si lo fueran, el mundo sería un desierto gris, un eco interminable de la misma voz. La riqueza humana radica en la diversidad de miradas, en la pluralidad de sentidos. El respeto es el puente invisible que permite que esas diferencias no se conviertan en trincheras. No se trata de coincidir, sino de aceptar que cada cual anda con sus preguntas y con sus respuestas, con sus búsquedas y sus derrotas.
La tentación de juzgar acecha en cada esquina.
Cuando alguien actúa distinto a lo que haríamos, nuestro dedo se levanta solo. Condenamos sin saber, olvidando que cada vida carga con una historia secreta, con dolores y esperanzas que no vemos. Criticar es fácil; comprender exige abrir los ojos y el corazón. Quizás el primer gesto de respeto sea precisamente ese: reconocer que desconocemos la vida ajena, y que aun así merece nuestro cuidado.
El respeto es más revolucionario de lo que parece.
No es pasividad ni indiferencia; al contrario, es un acto activo de reconocimiento. Es decirle al otro: “tus pasos no son los míos, pero tienen derecho a su camino”. Y a la vez, es pedir lo mismo para uno mismo: que no nos encarcelen en etiquetas ni en prejuicios.
Hoy, las redes sociales nos muestran lo contrario.
Allí las palabras se lanzan como piedras. Cada muro se convierte en una plaza pública donde abundan los gritos y escasean los abrazos. La catarsis se confunde con el diálogo, y la ofensa reemplaza al argumento. En lugar de encontrarnos, nos perdemos en la furia. La pantalla, que podría ser un puente, se transforma en una muralla.
La pregunta es inevitable: ¿Qué nos dejan esas tormentas digitales? ¿Nos hacen más libres, más sabios, más humanos? O acaso nos devuelven vacíos, cansados de tanto ruido. Tal vez haya que preguntarse si no sería mejor emplear esas energías en escuchar, en preguntar, en aprender del que piensa distinto.
Respetar no es callar.
Tampoco es renunciar a nuestras convicciones. Es poder decir: “esto creo yo” sin que eso implique borrar al otro. Es convivir en la diferencia, sabiendo que no somos dueños de la verdad. La vida sería mucho más respirable si nos atreviéramos a mirar al otro como un semejante y no como un enemigo en potencia. El respeto es el inicio de todo entendimiento verdadero. Y sin entendimiento, la humanidad seguirá hablando sola, perdida entre voces que no se escuchan.
Pero no todos los caminos conducen al diálogo.
Hay quienes no buscan comprender ni ser comprendidos. El fanático, el tóxico, el que descalifica sin escuchar, el que convierte cada encuentro en un campo de batalla: con ellos no hay puente posible.
Frente a esas voces cerradas, lo más sano no es insistir, sino retirarse.
Porque respetar también es saber cuidarse, y a veces el respeto empieza por uno mismo: elegir no quedarse en medio de la violencia, sino seguir buscando otros espacios, otras personas, donde el encuentro sea posible.