El tiempo
El tiempo suele trabajar con una paciencia que desconcierta. Mientras la vida cotidiana nos empuja a buscar resultados inmediatos, él avanza en silencio, sin que lo notemos. No tiene apuro, ni se deja intimidar por nuestros relojes o calendarios. Su labor es la de un artesano que talla en la oscuridad: lenta, minuciosa, sin preocuparse por la ansiedad de quienes esperan.
Nosotros corremos detrás de respuestas rápidas. Queremos que los problemas se resuelvan en un instante, que las heridas cicatricen sin dolor, que el fruto madure apenas sembrada la semilla. Pero el tiempo nos recuerda que lo esencial necesita su propio ritmo y que ninguna exigencia humana puede acelerar lo que requiere su proceso natural.
El salto ciego
En ocasiones confundimos el movimiento con la solución. Nos lanzamos sin pensar, como si la velocidad pudiera salvarnos del miedo o de la rabia que nos quema por dentro. Entonces creemos que la acción inmediata es valentía, aunque en realidad no sea más que una huida desesperada.
El tiempo, sin embargo, insiste en enseñarnos que lo que se precipita termina por quebrarse. Una decisión tomada con furia puede dejarnos atrapados en consecuencias más difíciles que aquello de lo que queríamos escapar. Lo mismo ocurre con las semillas arrancadas antes de germinar: en lugar de frutos, sólo nos dejan vacío.
El arte de esperar
La espera no es pasividad, aunque a menudo la confundimos con ella. Quien espera con conciencia no se resigna, sino que escucha. Se abre a los matices del silencio, reconoce que las respuestas llegan cuando deben llegar. Esperar es, en cierto sentido, una forma de actuar con mayor profundidad.
El río nos enseña esa lección: desde fuera parece inmóvil, pero bajo la superficie se mueve sin cesar, buscando su cauce. La calma no es ausencia de movimiento, sino otra manera de transitar. Lo mismo ocurre con la sabiduría: no se mide por la rapidez de las palabras, sino por la capacidad de escuchar lo que el ruido esconde.
Las consecuencias del instante
Cada decisión deja huella. Puede ser ligera como el paso de un ave o pesada como una piedra lanzada al fondo del río, pero nunca desaparece. El tiempo se encarga de recordarnos que nuestras elecciones tienen efectos más allá del presente.
Por eso, detenerse para reflexionar no es un lujo, sino una necesidad. La prisa puede llevarnos a lugares de los que después es difícil regresar. Tomar distancia, observar, pensar antes de actuar, es reconocer que el futuro también depende de este instante y que las consecuencias siempre encuentran su propio camino.
Mi propio aprendizaje
He tenido que aprenderlo a golpes. He saltado sin mirar, he confundido impulso con coraje y he pagado el precio de la impaciencia. También he conocido la otra cara: la de las decisiones que esperaron su momento y florecieron con fuerza inesperada. En mí habita esa doble memoria: los tropiezos de la prisa y la claridad que llega cuando se sabe esperar.
Hoy, cuando el corazón me empuja a correr, intento escuchar ese rumor del tiempo. No siempre lo logro. A veces sigo cayendo en la trampa de la urgencia. Pero empiezo a entender que vivir no es correr detrás de lo inmediato, sino aprender a habitar los silencios, aceptar las pausas y confiar en que lo esencial —lo que de verdad nos transforma— nunca llega antes ni después, sino justo cuando debe llegar.