El gerenciamiento. Palabra incómoda, áspera

Cargada de interpretaciones que a muchos incomoda y a otros les resulta indispensable. Se la escucha en los pasillos de la empresa, en las aulas, en la política, incluso en la vida cotidiana.

Pero ¿qué es exactamente? ¿un método, un oficio, una actitud? En realidad, es un modo de asumir la conducción de procesos, recursos y personas, con el propósito de transformar lo disperso en dirección, lo incierto en estrategia, lo limitado en posibilidad.

No hay que confundirlo con simple administración.

Administrar es mantener lo que ya existe, procurar que no se rompa. Gerenciar es otra cosa: es tomar la realidad con sus grietas, sus desajustes, y conducirla hacia un lugar distinto. Implica elegir, decidir, asumir riesgos, incomodar. Requiere la valentía de priorizar, de decir “esto sí, esto no”, aunque esa decisión no guste a todos.

Por eso genera rechazo: porque obliga a enfrentar lo que se posterga, a ordenar lo que se disfraza de caos creativo, a reconocer que no todo es posible.

¿Es necesario? Basta mirar alrededor.

Una empresa que no gerencia se convierte en un cúmulo de voluntades dispersas: gente talentosa, sí, pero sin rumbo común, sin saber hacia dónde avanza el barco. En la vida personal ocurre lo mismo: proyectos, deseos, energías que se diluyen si no hay una conducción que los encauce.

El tiempo, los recursos y la energía son limitados. Si no se gerencian, se fugan, se desperdician, se consumen en esfuerzos inútiles. Quien no gerencia, tarde o temprano, queda a merced del azar.

¿Quiénes lo aplican?

No necesariamente los que ostentan un cargo formal. El verdadero gerenciamiento lo ejerce quien asume responsabilidad frente a un propósito. Un médico que organiza su guardia, una maestra que define cómo encarar el aprendizaje en su aula, un vecino que moviliza a la comunidad para resolver un problema.

Claro que en las empresas el rol se vuelve más explícito: gerentes, directivos, líderes. Pero no es patrimonio exclusivo de ellos; también lo ejerce quien toma su vida con seriedad, quien se reconoce protagonista en lugar de espectador.

¿Por qué se aplica?

Porque sin él no hay continuidad, no hay resultados, no hay aprendizaje colectivo. Gerenciar no es un capricho, es la condición para que lo humano organizado funcione.

Pensemos en un equipo de fútbol: sin alguien que trace una estrategia, distribuya posiciones y defina jugadas, lo que queda es un grupo corriendo detrás de la pelota. La energía existe, la pasión también, pero falta dirección. El gerenciamiento, bien entendido, no anula la creatividad ni la espontaneidad: las orienta, les da marco y sentido.

Es cierto, el término incomoda.

Porque remite al control, a la estructura, a la rendición de cuentas. Y en sociedades donde se valora tanto la libertad individual, donde cada uno quiere “hacer lo suyo”, aparece como una amenaza. Pero lejos de sofocar, cuando se aplica con criterio, el gerenciamiento libera.

Libera de la confusión, de la pérdida de tiempo, de la improvisación permanente. Permite que la energía se concentre donde importa, que lo valioso tenga continuidad, que las personas sepan qué lugar ocupan y hacia dónde van.

En última instancia, gerenciar es un acto de compromiso.

Significa hacerse cargo de que los recursos no son infinitos, de que las oportunidades no esperan, de que la vida no se repite.

Requiere lucidez para mirar el presente sin engaños, visión para proyectar el futuro, disciplina para sostener procesos y, sobre todo, coraje para decidir.

Es necesario porque la realidad no se ordena sola; alguien debe atreverse a tomar las riendas. Y quienes lo hacen, en cualquier ámbito, marcan la diferencia entre el ruido y la música, entre la improvisación y la obra, entre simplemente existir y verdaderamente construir.

Palabra controversial, sí. Pero también palabra vital. Porque donde hay gerenciamiento, hay posibilidad. Y donde falta, tarde o temprano, aparece el vacío.