El truco de la memoria
La memoria como un perro viejo
La memoria tiene sus caprichos. A veces se sienta al lado nuestro, fiel, esperando una caricia. Otras, se esconde debajo de la mesa y gruñe cuando intentamos tocarla. Recordar no siempre es un acto voluntario; más bien es un reflejo del alma, una manera de conservar lo que el tiempo intenta borrar. Hay días en que recordamos con nitidez absurda el olor del pan de una tarde cualquiera del ‘98, pero olvidamos lo que veníamos a buscar cuando abrimos la heladera. La memoria juega, se divierte, se disfraza. Nos regala historias que ya no son del todo nuestras y, sin pedir permiso, las reescribe.
Las cosas buenas del recuerdo
Hay recuerdos que salvan. Los que vuelven cuando uno necesita una prueba mínima de que alguna vez fue feliz. Un abrazo que duró más de lo necesario. Una carcajada que todavía vibra en los huesos. Un nombre que ya no duele tanto. En esos fragmentos, la memoria se vuelve refugio, fuego encendido en mitad de una noche sin luna. Nos enseña que la vida también fue eso: instantes diminutos, sin épica, pero llenos de sentido . Ahí está lo hermoso: saber que un recuerdo puede tener el tamaño exacto de una sonrisa, y aun así sostenernos enteros.
Las trampas del olvido
Pero no hay que confiarse. La memoria, tarde o temprano, se rinde. El olvido es paciente, silencioso, y siempre gana por cansancio. Llega sin ruido, como una neblina que va borrando los contornos. Primero se lleva los detalles, después los nombres, luego las voces. Y al final uno se queda con una sensación, una especie de eco sin fuente. A veces el olvido es un alivio —cuando borra lo que dolía—, pero en su versión cruel, arrasa con todo. Deja huecos donde antes había personas, palabras, promesas. Y uno se descubre intentando reconstruir el pasado con piezas que ya no encajan.
Lo esperanzador
Sin embargo, hay una esperanza en todo esto: la memoria no desaparece del todo. Se transforma. Lo que creemos perdido sigue escondido en alguna parte, en un gesto que repetimos sin saber por qué, en una frase que se nos escapa en mitad del sueño. Tal vez recordar no sea conservar intacto, sino inventar de nuevo. Aceptar que lo vivido se mueve, cambia de forma, respira distinto con los años. Y en esa reinvención hay una forma de amor. Porque incluso cuando olvidamos, algo en nosotros sigue intentando recordar. La memoria no es una biblioteca: es un jardín. Y aunque algunas flores se marchiten, otras vuelven a brotar cada vez que las miramos con cariño.
Epílogo
Al final, el olvido siempre gana, sí. Pero la memoria, aun perdiendo, nos enseña a jugar.
