Los amores que no enamoran

El cariño que no mueve la aguja

Hay afectos que no hacen ruido. No porque falte buena voluntad, sino porque nacen con el volumen bajo. Están ahí, puntuales, como un perro que te sigue hasta la esquina, pero no cruza la calle.

Son esos vínculos que no duelen cuando se van ni alegran demasiado cuando regresan. No incomodan, no conmueven. Entran a tu vida sin golpear, se sientan en el sillón bueno, toman un vaso de agua y se van antes de que te des cuenta de que estuvieron.

Son amores que no enamoran. O, para ser más precisos, no tienen vocación de incendio. Te acompañan como una sombra que a veces se adelanta y otras se retrasa, pero nunca te abraza. Son seres queridos con piloto automático, de esos que contestan “todo bien” aunque les estés contando algo que te partió en dos.

Las parejas de la rutina elegante

Después están esas parejas que se quieren por hábito.

No por pasión, ni por decisión consciente, ni por un ataque de lucidez, sino porque un día se dijeron “te elijo” y veinte años más tarde descubren que jamás revisaron el contrato. Son relaciones donde se sabe exactamente qué va a pasar: los chistes viejos, las discusiones recicladas, el beso tibio antes de dormir que parece un trámite del ministerio de afectos vencidos.

No hay peleas épicas ni reconciliaciones cinematográficas.

Tampoco hay carcajadas que desacomodan la vida. Es una convivencia amable, prolijita, como esas casas donde nunca falta nada, pero tampoco sobra algo que te haga sonreír sin motivo. Y, sin embargo, ambos siguen ahí, acomodándose en la vida del otro como si fueran dos muebles que envejecen parejos para que no desentone el cuarto de estar.

Los amigos de fondo de pantalla

Los amigos también pueden ser así: queribles, confiables, pero sin épica.

No son los que te sacan del pozo ni los que te tiran adentro por travesura. Son los que están cuando no pasa nada, que es casi siempre. No tienen anécdotas memorables contigo, pero podés contar con ellos para un café sin urgencias, una charla sin desenlaces y un sábado sin sorpresa.

Son amistades que no se festejan. No hay brindis, no hay homenajes, no hay lágrimas. Son vínculos que, si tu vida fuera una película, quedarían fuera del montaje final por falta de escenas fuertes. Pero ahí siguen, como fotografías borrosas que no se tiran porque sería un gesto demasiado brusco.

Familias con el corazón en modo avión

Y las familias… Ah, las familias que te quieren porque es lo que corresponde. Te preguntan cómo estás mientras miran otra cosa, te escuchan a medias, te abrazan con una palmada que suena a trámite.

No te hieren, pero tampoco te curan. Son afectos heredados, como muebles que recibís, aunque no combinen con nada.

La nostalgia de lo que nunca fue

De todos estos amores sin enamoramiento queda una sensación rara: la nostalgia de algo que no existió.

Un duelo silencioso por un cariño que nunca se animó a ser extraordinario. Y uno sigue adelante, agradecido pero un poco vacío, sabiendo que hay afectos que acompañan… pero no transforman.