España “de inmigrantes a expatriados”

Dedicado a mi amigo Juan: crónicas sentimentales de quienes se fueron para poder quedarse en sí mismos

Los que cruzaron el mar buscando aire

A finales del siglo XIX, cuando España era un tablero desigual donde algunos cosechaban esperanzas y otros apenas recogían piedras, miles de personas miraron hacia el Atlántico como quien mira una puerta entreabierta. Detrás no había promesas explícitas; apenas rumores, cartas ajadas, noticias contadas en voz baja. Pero había algo más fuerte que todo eso: el convencimiento íntimo de que la vida —la verdadera— quizá estaba del otro lado.

Cruzaron océanos con la misma mezcla de miedo y terquedad que empuja a los enamorados a confesar lo que sienten aun sabiendo que pueden ser rechazados. Y si bien algunos llegaban perseguidos por el hambre rural o por la imposibilidad de mantener a una familia en un país que ya no daba para todos, otros escapaban de silencios más densos. Era la intuición —esa brújula sin manual— la que les decía que no iban a crecer allí donde estaban.

El exilio que dolía como una despedida sin fecha

La oleada que estalló entre guerras, dictaduras y esperanzas rotas tuvo tonos mucho más trágicos. No todos dejaban atrás casas: algunos dejaban derrotas, otros un país que les había vuelto extranjero sin haberse movido. Fue una generación que entendió el exilio como una amputación y, a la vez, como un injerto: un dolor y una oportunidad conviviendo en el mismo cuerpo.

México, Argentina, Chile y Venezuela se convirtieron en refugios, en úteros adoptivos donde miles aprendieron a respirar de nuevo. Los que partieron entonces no sabían si volverían. Muchos no volvieron nunca. Pero enviaban cartas para asegurar que estaban bien, que trabajaban, que dormían tranquilos. A veces mentían, para no preocupar. A veces exageraban, para convencerse.

La emigración silenciosa de los años prósperos

Hubo luego otra migración, más discreta, en los años cincuenta y sesenta, cuando las oportunidades comenzaron a brotar en países que vivían un auge petrolero o industrial. Esa gente no escapaba de una guerra sino de una vida estrecha. Y el sacrificio seguía siendo enorme: despedirse de los padres, de los hermanos, de los amigos de toda la vida.

La distancia no era de kilómetros, sino de tiempo: semanas para llegar una carta; meses para ver una foto. Pero aun así se iban. Porque allá había trabajos más estables, salarios que alcanzaban, futuro que no se desarmaba al tocarlo.

Los expatriados modernos: partir aun amando el lugar de origen

Y entonces llegamos a los de ahora.

Los que se van por mejores trabajos, mejores salarios, mejor calidad de vida. No lo llaman exilio, aunque a veces lo es. No lo describen como aventura, aunque en silencio la sienten así. Se marchan porque aman a su país, pero aman más la posibilidad de crecer sin pedir permiso. Deciden irse con un temblor en el pecho, sabiendo que van a dejar paisajes, olores y voces que no caben en ninguna maleta. Y aun así se van. Porque la vida pide espacio, pide aire, pide caminos sin baches heredados.

Conozco muy pocos que se hayan arrepentido. La mayoría construyó historias nuevas: trabajos que les hicieron recuperar la dignidad, amistades inesperadas, hogares que mezclan acentos y canciones. Familias donde los hijos dicen “somos de aquí” y los padres responden “y también de allá”.

La nostalgia que no lastima solo recuerda

La nostalgia sigue ahí. Se cuela en el café, en el fútbol, en las palabras que ya no se usan donde viven. Pero ya no duele igual. Convive con el orgullo de haber elegido el propio destino. Los expatriados modernos saben que la identidad no es un lugar, sino un movimiento. Que lo que dejaron atrás está intacto dentro de ellos, como una fotografía que no amarillea.

Cierre abierto

Quizá algún día vuelvan… o quizá descubran que no hace falta regresar para sentirse de vuelta. El tiempo dirá, mientras las maletas siguen enseñándonos que, cuando uno se va de verdad, nunca regresa igual.