El encuentro
Caminas por la ciudad, como todos los días, con los hombros algo vencidos y la mirada resbalando entre los rostros ajenos. Los semáforos cambian de color, el tráfico gruñe su impaciencia y el tiempo avanza con la rutina de siempre. Pero entonces, algo sucede.
Está ahí, de pie, esperándote. No es un extraño.
No puede serlo. Tiene tu misma estatura, tus mismos ojos, pero hay algo en él que descoloca. La piel le brilla con una luz que no conoces en tu reflejo. Sus gestos son los tuyos, pero más sueltos, más seguros, como si la vida le hubiera abrazado de otra manera. El aire se espesa entre los dos. No dice nada. No hace falta. Lo miras y comprendes, en un solo golpe seco, que estás ante ti.
Él no lleva las cadenas que arrastras.
No camina con la sombra de todas las dudas que te hicieron frenar, de todos los miedos que te hicieron retroceder. No cargó con los “mañana lo haré”, ni con los “no es para mí”, ni con los “es demasiado tarde”. En su mirada no hay arrepentimiento, ni culpa, ni esa melancolía que a veces se te instala en los huesos. Y entonces entiendes que el infierno no es un castigo de fuego y azufre. No es un sitio lejano ni un tormento que espera al final del camino. El infierno es esto: mirarte en los ojos de aquel que pudiste haber sido y saber que no lo eres.
Intentas desviar la mirada, pero es inútil.
Él sigue ahí, con su risa fácil, con su espalda erguida, con sus manos que han construido lo que las tuyas jamás se atrevieron. Te observa con una mezcla de lástima y nostalgia, como si le doliera saber que existe, pero de este lado del espejo. Por un instante, te invade la tentación de preguntarle qué hiciste mal, en qué momento te apartaste del sendero, en qué cruce elegiste el miedo en lugar del sueño. Pero sabes que la respuesta no importa. El otro te desprecia con un gesto leve, casi imperceptible, y sigue su camino, perdiéndose entre la multitud. Tú quedas ahí, clavado en el asfalto, sintiendo el peso de la ausencia de lo que pudiste hacer y no hiciste.
Entonces vuelves a andar.
No porque la carga sea más liviana, sino porque la vida no se detiene. Pero ahora, en cada escaparate, en cada charco de lluvia, en cada sombra proyectada en la acera, te sigues buscando. Y te sigues preguntando si aún hay tiempo, si aún puedes salvarte de ese infierno, si aún es posible que, algún día, en otra esquina, en otra ciudad, seas tú quien mire con compasión al que no se atrevió.