Quiero la paz, no tener la razón

Con los años aprendí que la razón es un peso innecesario.

Durante mucho tiempo, fui un coleccionista de argumentos, un acumulador de verdades que no hacían más que encerrarme en un laberinto de espejos donde solo me reflejaba a mí mismo. Creía que el mundo giraba mejor si mi brújula marcaba el norte. Pero un día, casi sin darme cuenta, empecé a dudar.

Soltar la necesidad de corregir.

Cuando uno no necesita tener razón, empieza a escuchar de verdad. No por cortesía ni por esperar el momento de responder, sino por el simple placer de entender al otro. De pronto, las palabras ajenas dejaron de ser una amenaza y se convirtieron en ventanas. Abrían paisajes desconocidos, algunos hermosos, otros áridos, pero todos valiosos.

No fue fácil.

La costumbre de discutir por reflejo, de buscar la última palabra, me jugó varias trampas. Pero con el tiempo, fui aprendiendo que la paz pesa menos que la victoria. Que la felicidad se parece más al silencio que a un aplauso. Que en la vida no gana quien más razones acumula, sino quien menos peleas necesita.

Entendí también que lo esencial no se desgasta con los años.

La bondad no envejece. La empatía no pasa de moda. La espiritualidad, si es auténtica, no necesita disfraces. Puedes maquillar tu rostro, cambiar tu ropa, decorar tu casa con lo último en tendencias, pero si por dentro sigues aferrado a la necesidad de imponerte, el vacío no se llena.

He visto dos tipos de razones:

Las que se lanzan como espadas y las que se guardan como tesoros.

Las primeras dejan heridas, las segundas construyen refugios.

Antes, me fascinaba el combate; ahora, prefiero el abrigo del silencio.

“Y si alguien insiste en discutir, le sonrío y le dejo ganar. Porque aprendí que hay batallas que solo se vencen cuando uno se calla.”