«No habrá más penas ni olvido»

El olvido es un animal silencioso. No muerde, no rasga, no grita. Se desliza, se instala, se acomoda en las esquinas del tiempo. Y cuando queremos darnos cuenta, ya está en casa, ha echado raíces en la memoria y ha dejado un vacío donde antes hubo nombres, historias, gestos.

El ser humano olvida.

Olvida con la lentitud de los siglos, con la prisa de los días, con la indiferencia de quien nunca tuvo que recordar para seguir vivo. Los abuelos se convierten en sombras, los bisabuelos en un sonido borroso, y los que vinieron antes de ellos son apenas un polvo mudo sobre fotos desteñidas.

En estos tiempos veloces, el olvido se ha vuelto una peste que no perdona.

El que descubrió la penicilina, el que domó la rabia, la que jugó con átomos radiactivos sin pensar en la muerte. Alexander Fleming, Louis Pasteur, Marie Curie, Rosalind Franklin. Nombres que deberían estar tatuados en la memoria, pero que se desvanecen en el torbellino de lo urgente, sustituidos por lo inmediato, por lo desechable, por lo que brilla un segundo y se apaga sin que nadie lo llore.

En el aire resuenan los acordes de Mozart, pero cada vez menos oídos los escuchan. Beethoven se esconde entre los anuncios de una app de música, Chopin es apenas un fondo lejano en una cafetería. Y en los libros, los que aún quedan, Cervantes bosteza en una estantería polvorienta, Dostoievski espera a un lector que nunca llega. Borges, Sor Juana, Virginia Woolf: ecos en una biblioteca vacía.

La inmediatez ha devorado la memoria.

La historia ya no es más que un murmullo ahogado por el estrépito de las pantallas. Se dice, se repite, se grita, pero no se escucha. La opinión es rápida y la condena más rápida aún. Nadie recuerda, nadie duda, nadie mira a los ojos. Las palabras flotan sin peso, sin carne, sin historia.

Pero algo, en algún rincón de la piel del tiempo, se resiste.

Una canción que no muere del todo, un tango que se niega a desvanecerse en la prisa de los relojes.

Tal vez, si levantamos la cabeza de la pantalla y miramos hacia atrás, todavía podamos recordar. Quiero recordar que el amor no era un emoji, que la fe no era un eslogan, que la memoria no era un archivo que se borra con un clic.

Y allí, en un recoveco de la eternidad, el eco de un bandoneón y un tango, nos recuerdan que, a pesar de todo, entre tanto olvido programado, hay algo que insiste, que persiste, que late:

“No habrá… no habrá… No habrá más penas… Ni olvido.”

Porque mientras alguien siga cantando, mientras alguien siga amando, mientras alguien, aunque sea en voz baja, se atreva a recordar, el olvido no tendrá la última palabra.