Argentina: “vivir para contarla”

A la Argentina le sobran metáforas.

Es un tango interminable, un gol de último minuto, una milonga de esperanza y desencanto. Es la tierra de la abundancia y la escasez, del asado humeante y la heladera vacía, del Nobel de Ciencias y del maestro mal pago. Medio siglo después, el país sigue navegando por las mismas aguas turbias, atrapado en un vaivén de crisis recurrentes que, como olas, lo golpean una y otra vez.

Para entender esta maldición cíclica, hay que remontarse a los años setenta.

El golpe de Estado de 1976 inauguró una dictadura feroz, con su secuela de desaparecidos, censura y deuda externa. Cuando la democracia volvió en 1983, el país abrazó la esperanza con Raúl Alfonsín, pero la inflación se encargó de desmoronarla. El Plan Austral primero y el Plan Primavera después fueron apenas curitas sobre una hemorragia imparable. Los saqueos y el caos social pavimentaron el camino de Carlos Menem, el hombre que prometió «salariazo y revolución productiva» pero entregó privatizaciones y convertibilidad.

Durante los años noventa, Argentina creyó que había encontrado la llave del éxito:

Un peso igual a un dólar, un espejismo de estabilidad. Pero debajo de la alfombra se acumulaba una deuda monstruosa y un aparato productivo que se oxidaba. Cuando llegó el 2001, la bomba explotó: corralito, cacerolazos, un presidente huyendo en helicóptero y cinco mandatarios en una semana. Nadie olvidará el grito de «¡Que se vayan todos!», aunque al final, casi todos se quedaron.

Luego vinieron los años de con Néstor y Cristina Kirchner.

Los commodities altos y un modelo de consumo interno revivieron la economía, pero con los mismos vicios de siempre: gasto descontrolado, emisión sin freno y corrupción. El péndulo volvió a moverse con Mauricio Macri, que intentó recetas de ajuste sin lograr estabilidad. Y después de él, otra vez el peronismo, esta vez con Alberto Fernández y el regreso del Fondo Monetario Internacional.

Entonces llegó Milei.

En el laberinto argentino, Milei alza su hacha libertaria, cortando cadenas y quimeras. Sus palabras incendian mercados y plazas: promete tormenta de libertad, mientras los hambrientos cuentan migajas. El fuego de sus reformas quema privilegios viejos y enciende protestas nuevas. Lo llaman salvador los que sueñan dólares; verdugo, los que temen perder el pan. En su reloj, el tiempo es oro, pero en las calles el sudor sigue siendo moneda de los pobres. Un presidente de contrastes: profeta del capital sagrado, espectro de un estado que se desangra entre luces de progreso y sombras de desamparo.

Y así seguimos, siempre en un eterno retorno.

Un país con una economía que nunca encuentra equilibrio, con inflación galopante, devaluaciones, endeudamiento, y un tejido social que se resquebraja, pero nunca se rompe del todo. Entre el caos, la grandeza sobrevive en el fútbol, en científicos que brillan afuera más que adentro, en artistas que resisten y en un pueblo que, pese a todo, no pierde la capacidad de reírse de su propia tragedia.

Pero entonces, ¿qué nos dirían los argentinos del pasado si nos vieran hoy?

¿Nos reconocerían en este espejo de crisis y esperanzas recicladas? ¿Se asombrarían al ver que seguimos tropezando con las mismas piedras o simplemente asentirían con resignación?  Y nosotros, los de hoy, ¿qué les diríamos a los del futuro? ¿Que seguimos resistiendo, que aún creemos en milagros, que la pasión nunca se apaga? ¿O que aprendimos, que al fin logramos torcer la historia? ¿Será que algún día podremos mirar atrás y ver que el ciclo se rompió? ¿O estamos condenados?

Argentina es un país como el mito de Sísifo.

Empuja la roca de la crisis hasta la cima, solo para verla rodar cuesta abajo otra vez. Y, sin embargo, sigue adelante, porque rendirse nunca ha sido una opción.

Quizás, algún día, encuentre la manera de romper el ciclo y escribir un nuevo destino.