El rencor: “un puñal sin mango”
La discípula se acercó al maestro con los ojos cargados de sombras y palabras pesadas.
—Maestro, me cuesta perdonar y olvidar. Soy rencorosa. ¿Qué puedo hacer?
El gurú, con una leve sonrisa, la miró como quien ya ha visto la historia repetirse una y otra vez, y le dijo:
—No perdones. Sigue con tu rencor.
La joven frunció el ceño. ¿Había escuchado bien? Apretó los labios y volvió a preguntar:
—¿Entonces, ese es el camino que debo seguir, maestro?
El anciano se acomodó en el suelo, dejó que el silencio se estirara como una cuerda tensa y luego habló:
—Sí. Sigue con tu carga. Llénate de rencor, de ira, de resentimiento. Llévalo contigo cada día, al despertar y al dormir. Ámalo como a un tesoro. Guárdalo en cada rincón de tu cuerpo. Y, cuando pase el tiempo, cuando tus manos sean torpes y tu espalda encorvada, te darás cuenta de lo que has cultivado.
La discípula sintió un escalofrío, pero el maestro continuó:
—Verás cómo el rencor se enreda en tu sangre como espinas invisibles. Te dolerán los huesos y el aliento te pesará en el pecho. Tu rostro se tornará amargo y tus sueños serán cárceles de fuego. Los días serán grises, porque el rencor es una niebla que lo cubre todo. Y los demás… los demás se alejarán, pues nadie quiere abrazar un cactus.
La joven tembló. Miró sus manos. ¿Sería posible que ya las tuviera llenas de espinas? Sintió su lengua amarga, su corazón apretado.
El maestro la observó en silencio, con la misma sonrisa leve, hasta que ella susurró:
—Maestro… ¿y si dejo mi carga?
El anciano asintió, complacido.
—Ah… entonces estarás libre. El rencor es un puñal sin mango, y quien lo sostiene es quien más se hiere. Déjalo caer, y verás cómo tus manos sanan.
La discípula cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, respiró sin peso en el alma.
Había comprendido la enseñanza.