Dicen que “la esperanza es lo último que se pierde”
Pero aquí, en este barrio que no sale en los mapas, ya se perdió el gas, la calle, el pan y el sueño. Queda la esperanza, sí, pero acorralada en la última esquina donde aún no llegó la patrulla ni el dealer.
La guerra no está en los libros de historia
Está en la mirada de la madre que se despide de su hijo como si no fuera a volver, porque tal vez no vuelva. Está en la risa atragantada del niño que juega a policías y ladrones, y no sabe que los de verdad matan.
La corrupción no usa antifaz
Usa traje, sonrisa, y da discursos de paz mientras firma contratos de muerte. Reparte migajas como si fueran milagros y cobra diez veces por cada mano extendida.
El terrorismo no siempre viene con barba y pasaporte extranjero
A veces lleva uniforme, a veces lleva toga, a veces lleva corbata. A veces estalla en un bus, y a veces estalla cada día en el estómago vacío del que espera justicia.
Los narcos construyen templos con cadáveres
En vez de rezar, lavan. Lavan culpas, lavan dinero, lavan conciencias. Y la sangre baja por las alcantarillas, mientras los noticieros venden miedo como si fuera pan caliente.
Ayer, en Argentina, una madre se pegó un tiro. Patricia se suicidó
Su hijo Ariel, un pibe de barrio, murió atropellado por un borracho. Al asesino sle dieron seis años de castigo. De cárcel. Seis. Como si el dolor tuviera fecha de vencimiento. Pobre mujer. No pudo más frente a una justicia que premia al verdugo y castiga al que ama.
Pero, aun así, en algún rincón del alma colectiva
Alguien planta una flor.
Una abuela que guarda cuentos en vez de balas.
Un maestro que enseña a leer donde no hay libros.
Una enfermera que acaricia donde no hay cura.
Una mujer que marcha con los pies cansados pero el corazón despierto.
La esperanza no es ciega.
Ve todo esto. Y aún así, insiste. No porque ignore la oscuridad, sino porque conoce la obstinación de la luz.