El arte de estar bien vestido

En un rincón de Colombia, donde el sol se cuela entre los árboles y los niños todavía sueñan despiertos, hay una escuelita. No enseña álgebra ni química, pero en sus pupitres florecen los valores como si fueran semillas de mango maduro.

Allí, Diana Villafañe, enseña lo que muchos han olvidado y otros nunca aprendieron:

A estar bien vestidos. No sólo con corbatas rectas y zapatos brillantes, sino también con respeto, con amabilidad, con la espalda recta y el alma en alto. Porque vestir bien no es vanidad. Es dignidad. Es saberse merecedor de la belleza, del cuidado, del detalle.

La etiqueta – esa palabra que suena a porcelana antigua – en sus manos se convierte en juego, en ritual, en acto de amor. No se trata de usar guantes blancos para comer con tenedor de plata. Se trata de mirar a los ojos, de ceder el asiento, de dar las gracias, aunque nadie escuche.

Diana dice que eso se aprende de pequeños.

Cuando uno se amarra los zapatos por primera vez o cuando la abuela nos peina con esmero antes de salir. Y tiene razón. Los valores también se visten. Se visten en casa, se visten en la escuela, se visten en la calle.

Y como quien borda con hilos invisibles.

Diana va tejiendo generaciones que caminan erguidas, no por soberbia, sino por la certeza de que el mundo puede ser un lugar más bello si lo tratamos con elegancia.

Diana Villafañe, mi amiga, es la mente y el corazón detrás de esta escuelita de etiqueta, un proyecto nacido en Colombia, pero destinado a tocar corazones en cualquier lugar del mundo.

Ella no impone reglas, siembra principios. No corrige con severidad, guía con ternura. Porque para ella, la etiqueta no es un protocolo frío, sino una forma de honrar al otro. Es aprender a estar presente, a escuchar sin interrumpir, a tender la servilleta como se tiende una mano amiga.

Sus estudiantes:

Niños, niñas, y también adultos que aún están a tiempo, no sólo aprenden a sentarse bien a la mesa, sino a sentarse bien en la vida. A mirar al mundo con delicadeza. A no pasar por encima de nadie, pero tampoco por debajo de su propio valor. Allí, en su escuelita, cada gesto cuenta. Cada saludo es una promesa. Y cada niño que aprende a vestirse bien es un poema que se pone de pie.