“La paciencia es una flor que no brota en todos los jardines”
Hay quienes la cultivan en la penumbra de sus días largos, la riegan con silencio y la abonan con suspiros. Otros, en cambio, intentan plantarla en tierras áridas, donde el ruido del mundo asfixia sus raíces y el polvo de la prisa quiebra sus pétalos antes de nacer.
En los mercados de la vida moderna
La paciencia es moneda en extinción. Se cambian minutos por impaciencia y días por ansiedad, y pocos son los que aceptan esperar a que el río tome su cauce o la luna baje sin prisa del cielo. Todo debe ser ya, aquí, ahora. Y la flor, sin agua ni tiempo, se marchita antes de mostrar su color.
Dicen los sabios de los pueblos olvidados
Que la paciencia se aprende mirando el mar. Que hay que dejar que las olas rompan, una tras otra, porque siempre llega la que trae consigo el mensaje. Que hay que aprender a oír los pasos lentos de la lluvia en la tierra seca, esperando que el perfume se desate cuando la gota se desintegre en el polvo.
La paciencia no es resignación
Es esa terquedad de la semilla que duerme bajo la nieve, esperando la primavera sin renunciar a ser árbol. Es el árbol que aguarda el vuelo de los pájaros tras la tormenta. Es la certeza de que cada cosa florece en su momento, y que forzar el tiempo es condenar el brote a nacer torcido.
Así, en los jardines de la vida
La paciencia es un don que pocos cultivan. No brota en las manos ansiosas ni en las mentes urgidas. Solo germina donde el corazón ha aprendido a escuchar el pulso de la tierra, donde la flor no teme esperar su estación. La paciencia es la flor que enseña a vivir lento en un mundo que siempre corre.
Y a veces, solo a veces, brota como milagro en el jardín de los que saben esperar.