Emociones y sentimientos:“el gran baile de lo invisible”

La música comienza

Nadie sabe quién la compuso, pero la melodía suena desde siempre. En la pista de un salón sin techo ni paredes, se congregan los que no se ven, pero se sienten. Las emociones entran primero, sin pedir permiso.

Son ráfagas, relámpagos en carne viva. El miedo pisa fuerte, la alegría da vueltas como niña descalza, el enojo golpea el suelo con los talones, y la tristeza flota, callada, como un pañuelo que cae lento.

No esperan orden ni saludo. Se expresan, se imponen, se muestran. Se creen dueñas del lugar. Y por un rato, lo son.

Llegan los que piensan

Con andar más pausado llegan los sentimientos. No irrumpen, se deslizan. Observan a las emociones con una mezcla de cariño y sospecha.

El amor se acerca al miedo y le ofrece la mano; el miedo, desconfiado, retrocede. La culpa se inclina ante la tristeza, como pidiendo perdón. El orgullo mira al enojo y le guiña un ojo, como quien dice: “yo te sostengo”.

Los sentimientos no estallan, pero perduran. Son los que se quedan después del último compás, cuando la música baja el volumen y todos se sientan a respirar.

El roce inevitable

Las emociones se impacientan. Dicen que no necesitan compañía, que con su impulso basta. “Sin mí”, grita la sorpresa,nada comienza”. “Yo soy la chispa”, dice la alegría.Yo, la alarma”, grita el miedo.

Pero los sentimientos no se amedrentan. Hablan menos, pero no menos fuerte. “Tú eres el relámpago”, le dice el amor al enojo, “pero yo soy el fuego que arde después”.

Discuten, claro. Se pisan. Se empujan. Pero también se encuentran. Porque cada emoción, si se repite, si se piensa, si se rumia, se vuelve sentimiento. Y cada sentimiento, si se despierta de golpe, si se sacude, vuelve a ser emoción.

La defensa de su ser

En un rincón del salón, la razón observa, con el ceño fruncido y las manos cruzadas. Pero no se atreve a interrumpir. Sabe que, aunque intente organizar el baile, estos bailarines no obedecen reglas lógicas. Se rigen por otras leyes, las del alma.

Las emociones se justifican en su urgencia: “existimos para salvarte”, claman. “Somos antiguas como los latidos”. Y los sentimientos responden: “nosotros te damos sentido. Sin nosotros, no sabrías qué recordar ni qué aprender”.

Se enfrentan, sí, pero también se abrazan. Porque ambos se necesitan: uno para encender, el otro para sostener. Uno para reaccionar, el otro para comprender.

El último acorde

La música no termina, pero cambia. Se hace más suave, más sabia.

En el centro del salón, tristeza y amor giran juntos. Miedo y ternura se rozan apenas. El enojo, cansado, descansa en el hombro de la compasión.

Y entonces sucede lo inesperado: nadie manda, pero todos se mueven al mismo ritmo. No hay jerarquía, sólo armonía. En ese instante sutil, emociones y sentimientos ya no se enfrentan, ni se corrigen. Se entrelazan, se completan, se justifican.

El gran baile continúa. Nadie gana. Y por eso, todos permanecen.