Volver a la casa de mi abuela

«La casa que mi abuela alquilaba era tan frágil como el susurro de un secreto.»

Parecía que los muros se estremecían si alguien se atrevía a recordar demasiado fuerte. El techo tenía la paciencia de quien sabe que el tiempo no perdona, y el piso crujía como si quisiera avisar que, bajo nuestros pies, había décadas de historias mal enterradas.

Pero esa fragilidad era solo fachada. Adentro, la casa tenía todo lo necesario para no depender de nadie: huertos verdes como un septiembre entero, árboles que se doblaban de fruta madura, y un gallinero lleno de cacareos matinales.  Hambre, ahí dentro, jamás. Lo que escaseaba eran otras cosas.

Mi abuela

Ella llegó con diecinueve años desde las montañas de Asturias, con el viento frío todavía en la piel y una maleta que no cerraba porque no era para ropa: estaba llena de silencios familiares y deudas emocionales.

Se hizo sirvienta, se hizo planchadora. Y mientras alisaba camisas ajenas, doblaba también sus propios sueños y los guardaba en cajones que no eran suyos.  Nunca se quejó, porque quejarse implicaba pensar en lo que podría haber sido. Y a veces, pensar duele más que trabajar.

Mi abuela no sabía de consejos, pero sí de gestos. El café bien caliente, la sopa humeante, la manta doblada al pie de la cama. Su idioma era el cuidado, y lo hablaba sin faltas de ortografía.

Primeros años

Yo, un niño chiquito, me escondía bajo la parra del patio. Desde ahí miraba cómo el sol se colaba entre las hojas y dibujaba manchas de luz en el suelo. Era mi lugar secreto, mi fortaleza.

A veces lloraba sin saber por qué, y a veces reía sin saber por qué. Las emociones en los niños no tienen traducción, y eso las hace más sinceras.

Ella me encontraba, siempre.

Me levantaba en brazos como si yo fuera el fruto más delicado de ese patio, y me acunaba con la misma fuerza con que ordeñaba la cabra o sacaba agua del pozo. La ternura en ella no era un adorno: era una herramienta de trabajo.

Mi madre

Mi madre era como un fantasma que elegía días concretos para aparecer. Nunca sabíamos cuándo llegaría, ni cuánto duraría su visita. Me miraba, me sonreía, y yo trataba de adivinar si me reconocía como algo más que un sobrante de su vida.

Cada vez que se iba, yo me quedaba con la pregunta colgada en los ojos:
¿Por qué no vivo contigo, como mi hermana?

La respuesta oficial —la que me daban los adultos— hablaba de problemas de espacio, de un momento difícil, de algo “temporal”. Un tiempito, decían. Ese tiempito se estiró tanto que, cuando me di cuenta, tenía ocho años y toda una infancia acumulada en el regazo de mi abuela.

Final

Mucho después entendí que la vida no es una línea recta sino un laberinto lleno de esquinas que no esperabas. A veces, un niño no cabe en la casa de sus padres, pero sí cabe en la vida de alguien que no pensaba criar otra vez.

El amor, descubrí, no siempre llega envuelto en la forma que soñamos. A veces aparece como una huerta pequeña, un gallinero ruidoso, y unos brazos cansados que, sin saberlo, te enseñan a sentirte parte de algo.

Epílogo

Cuando volví a aquella casa en mi memoria, no la recuerdo como frágil. La veo como un milagro discreto: una isla fértil en medio de un mar incierto.

Y en su centro, mi abuela, que sin proponérselo me enseñó que la verdadera fortaleza no se nota en las paredes, sino en la forma en que alguien te sostiene cuando todo alrededor parece temblar.

 

Del libro “A Malasia con un Tango”, de Omar Romano Sforza. Editorial Círculo Rojo. España.