Hay una trampa suave en la costumbre
Una trampa que se disfraza de rutina, de seguridad, de “así soy yo”. Es como caminar todos los días por el mismo sendero del parque, convencidos de que al final del recorrido algo distinto nos espera: un árbol nuevo, un banco pintado, una persona desconocida que nos cambie la conversación. Pero no. Siempre están los mismos árboles, los mismos bancos despintados, la misma señora paseando al mismo perro. Y, aun así, seguimos esperando el milagro.
Nos gusta creer que el cambio es una cuestión de calendario
Que, si pasa otro año, si amanecemos en enero con un número nuevo en la agenda, algo se moverá por sí solo. Pero la verdad es que los días no traen sorpresas si nosotros no las inventamos. La vida es terca: repite los capítulos que no aprendemos. Nos devuelve las mismas escenas, solo con distinto decorado, hasta que entendemos que no basta con desear un final distinto; hay que escribirlo de otro modo.
Hay quien se queja de su trabajo
Pero cada mañana se pone la misma camisa, se sirve el mismo café, toma el mismo autobús y repite los mismos silencios. Hay quien sueña con otro amor, pero no se anima a decir lo que siente, ni a mirar distinto, ni a dejar ir lo que hace tiempo ya no está. Y así, entre rutinas domesticadas, el cambio se vuelve un visitante que nunca llega porque no encuentra la puerta abierta.
Cambiar no es moverse de lugar, es moverse por dentro
Es romper la inercia cómoda del “siempre fue así”. Es hacer algo tan pequeño como girar una frase que siempre dijimos igual, o tan grande como animarse a empezar de nuevo sin garantías. Es entender que las cosas no se transforman porque las pensemos mucho, sino porque damos un paso —a veces torpe, a veces con miedo— en dirección a lo desconocido.
Hay un momento, breve y luminoso
En el que uno se da cuenta de que está repitiendo una escena. Ese instante vale oro. Es el segundo en que podemos elegir: seguir el guion o improvisar. Si seguimos, nada cambia. Si improvisamos, tal vez todo empiece a moverse. Y no hace falta una gran revolución: basta con una pequeña desobediencia al hábito. Un desvío, un “¿y si hoy hago esto distinto?”. A veces, lo que se transforma primero no es el mundo, sino la mirada.
Quizá el secreto sea aceptar que la vida no cambia sola
Porque no es ella la que tiene que cambiar. Somos nosotros. Las cosas no se transforman si nosotros seguimos siendo los mismos. Y el día que nos animamos a hacerlo distinto —aunque sea una sola cosa—, ese día, de pronto, el parque parece otro, el aire huele distinto, y el mismo camino se siente nuevo bajo los pies.