Nueve fortalezas de los que nacieron en los 50, 60 y 70

Preludio: Cuando la vida tenía bordes rugosos

Hubo un tiempo —dicen los veteranos del barrio, esos que guardan fotos en sobres marrones y olor a madera vieja— en que crecer era un experimento sin instructivo. Para los nacidos en los 50, 60 y 70 la infancia fue un territorio sin acolchados, una mezcla de calle, permisos implícitos y aprendizajes ásperos.

Los primeros vieron cambiar el mundo a un ritmo que pasaba de la radio a la televisión en blanco y negro; los segundos crecieron entre bicicletas sin casco; los terceros alcanzaron a vivir la última tanda de travesuras analógicas antes de que todo se volviera digital. Nadie les dijo que estaban siendo entrenados por una maestra exigente pero ecuánime: la vida sin atajos tecnológicos. Esta gente salió a trabajar de chicos, por necesidad o independencia.

La psicología actual —rápida para nombrar lo que antes simplemente se vivía— coincide en que de aquellos años emergieron nueve fortalezas que hoy parecen reliquias funcionales: herramientas de otra época, pero todavía afiladas.

  1. La paciencia como superpoder silencioso: Para quienes crecieron antes de Internet, la espera era parte del decorado. El colectivo tardaba, las cartas demoraban días, las vacaciones parecían siglos de anticipación. La ansiedad existía, sí, pero no mandaba.
  2. La emoción con frenos: Había lugar para el llanto, la bronca o la risa, pero sin naufragar en ellas. El “respirá hondo” era la regulación emocional más popular, aunque nadie la llamara así.
  3. El arte de estar contentos con poco: En los 50, 60 y 70 la variedad no era infinita. Dos juguetes alcanzaban; una tarde de juegos valía más que cualquier compra. La satisfacción brotaba de lo sencillo, no de la comparación permanente.
  4. Responsabilidad sin manual: “Arreglaté” no era un destrato, era una pedagogía. Asumir tareas, hacerse cargo, probar y fallar formaba parte del guion cotidiano. De ahí nació un sólido locus de control interno.
  5. Tolerar el malestar (y no morir en el intento): Había sillas incómodas, inviernos más fríos, veranos sin aire acondicionado y horarios que no se negociaban. La incomodidad no era tragedia; era entrenamiento.
  6. Resolver sin Google: Si se rompía algo, se abría, se ataba con alambre o se pedía ayuda al vecino. Ese bricolaje espontáneo generó una confianza práctica que hoy sorprende a quienes consultan un tutorial por todo.
  7. El gusto por esperar la recompensa: El helado después de la siesta, el programa favorito del domingo, el juguete del Día del Niño. La gratificación diferida era puro músculo en acción.
  8. La concentración sin interrupciones: Leer durante horas, seguir el hilo de una conversación, escuchar un disco de principio a fin. La atención tenía espacio para expandirse sin notificaciones invasivas.
  9. El conflicto de frente: Las discusiones se daban cara a cara, sin teclados que amortiguaran la incomodidad. Ese contacto directo enseñaba límites, coraje y matices.

Epílogo en presente continuo

No se trata de santificar aquellas décadas, que también tuvieron sus grietas. Pero algo de esa educación austera resiste: como una radio antigua que todavía sintoniza la frecuencia justa.  Tal vez aún podamos recuperar una de esas virtudes. O todas. O ninguna. La historia sigue abierta.